Por: Federico González
Nunca fue un hombre de reflectores ni formó parte de la opinocracia que responde a cualquier cuestionamiento sin importar el tema: los libros de Rafael Chirbes (1949– 2015) manifestaban su pensamiento sobre su país, la literatura y el arte.
Tal vez su distancia de los micrófonos y las páginas editoriales de “los grandes medios” contribuyeron a alimentar su imagen de outsider de la narrativa española. A diferencia de gente como Javier Marías, quien dicho sea de paso no era de su agrado, o de Arturo Pérez-Reverte, evadió las polémicas y se dedicó a la literatura.
Desde la publicación Minoun (1988), novela con que fue finalista del Premio Herralde, llamó la atención por su escritura sin concesiones y poco complaciente. Más tarde emprendió uno de sus proyectos más ambiciosos: realizar una trilogía sobre la guerra civil y su transición a la democracia de su país. La larga marcha, La caída de Madrid y Los viejos amigos fueron el resultado de aquella aventura.
La triada de novelas captó la atención de colegas, críticos y lectores. Reflejó como pocos el drama de la dictadura franquista; la ingenuidad de quienes pensaron que bastaba la caída del gobierno militar para que todo fuera sobre ruedas, y el desencanto provocado por descubrir que el futuro no estuvo a la altura de las expectativas.
Siguieron más novelas y compilaciones de ensayos sobre su forma de entender y ejercer la literatura. Uno de los más destacados es El novelista perplejo.
Literatura y desencanto
El creciente aprecio por la narrativa de Chirbes lo obligó a ceder y hacer a un lado —tampoco demasiado— su perfil bajo. Con sus dos últimas novelas, Crematorio (2007)y En la orilla (2014), obtuvo el Premio Nacional de la Crítica, y al segundo se sumó el Premio Nacional de Narrativa. Su prestigio exigió más presencia pública y accedió a los exhortos de su editor, Jorge Herralde, para conceder entrevistas y realizar más presentaciones.
Incluso viajó a México para participar en el Hay Festival. Durante su visita, Vértigo platicó con el escritor: “El novelista tiene que intentar contar lo que ve para encontrarle sentido. Yo no puedo sermonear, a lo más puedo transmitirte mi desazón para que veas lo que yo veo. Si gracias a eso cambia tu percepción, es buena señal. Mi misión no es engañarte prometiéndote un mundo mejor, que es lo que hacen los políticos; tampoco venderte un paraíso, que es lo que hacen los curas; ni consolarte como hacen los siquiatras. Lo que yo quiero es transmitirte mi desazón; lo otro sería engañarte. No puedo darte una esperanza que yo no tengo, eso es ser tramposo”, comentó en aquel encuentro.
Amante de la gastronomía, podía presumir de hacer una paella digna de los dioses, Chirbes padecía de la tiroides y de altos niveles de azúcar. El cáncer que lo mató fue fulminante: apenas cinco días después de que se lo detectaron, falleció.