DE JOYERÍA A ESTANQUILLO

La construcción de tres pisos se iluminaba a toda luz en las fiestas del Centenario de 1910.

Alberto Barranco
Columnas
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Cuartoscuro

La crónica del Siglo XIX del 16 de noviembre de 1892 escurría miel y desbordaba incienso: “Abierto solo para sus ilustrísimas personas, el presidente Porfirio Díaz, su gentil esposa doña Carmelita y el digno caballero Manuel Romero Rubio, realizaron una visita de cortesía a los nuevos almacenes de la joyería La Esmeralda, cuyos dueños se esmeraron en mostrar lo más selecto de su inventario”.

El establecimiento de la esquina de Plateros y Espíritu Santo (hoy Madero e Isabel la Católica), construido con esqueleto de acero y revestido con cantera en estampa ecléctica, si bien con preeminencia del barroco francés, además de escaleras emblemáticas del art noveau por el famoso arquitecto Eleuterio Méndez y su colega Francisco J. Serrano, abriría sus puertas al público ocho días después, convirtiéndose de inmediato el reloj de su fachada, escoltado por dos medallones, en signo urbano.

“El reloj de La Esmeralda sonaba a las doce campanadas…”, escribiría Rafael Delgado en su novela Los parientes ricos.

La joya de la corona en materia de alhajas, propiedad de los judíos originarios de Alepa, Hauser y Zivy: relojes Longines, collares de esmeraldas, anillos de diamante, medallas de oro de 24 kilates, prendedores, gargantillas, pulseras…

La construcción de tres pisos se iluminaba a toda luz en las fiestas del Centenario de 1910. El catálogo llegaba a las mansiones del Paseo de la Reforma, donde se hospedaban los embajadores especiales de países invitados.

En la bitácora se anota la visita del poeta Manuel Gutiérrez Nájera; además, naturalmente, de toda la gama de la aristocracia pulquera, el pleno del cercano Jockey Club… y Jesús Arriaga: Chucho el roto se revistió de obispo extranjero en busca de esmeraldas y rubíes para una custodia.

Encanto

Ahora que el establecimiento más elegante de la Ciudad de México en la agonía del siglo XIX y amanecer del XX aparecía todavía en la película Radio Patrulla, estelarizada por David Silva y filmada en 1951.

La referencia decía que mientras los maridos invertían en la aseguradora, las esposas gastaban en La Esmeralda.

Agotado el banquete porfiriano y la sobremesa de los nuevos generales ricos por la revolución, el emblemático edificio sería sede de banco, bodega, oficinas privadas, para finalmente recibir, amoroso, el insólito legado del escritor Carlos Monsiváis.

De joyería de lujo a Estanquillo.

Al grito de “nadie sabe para quién regatea”, el hijo más estimado de La Lagunilla llenaría una y otra vez el espacio con sus costales de “tiliches”: maquetas de escenas cotidianas, ya lavaderos de vecindad, ya olor de cantina, ya el minúsculo changarro, ya la pelea de lucha libre o el gendarme de la esquina, así como carteles de películas, safaris fotográficos de Nacho López, Héctor García, Graciela Iturbe, Lola y Manuel Álvarez Bravo.

El colosal inventario se nutre de obras de arte bajo firmas al calce como Francisco Toledo, Vicente Rojo y El Chamaco Covarrubias a la par de cartones originales del maestro Gabriel Vargas, patriarca de La Familia Burrón, además de caricaturas del Chango Ernesto García Cabral, grabados de José Guadalupe Posada, postales y almanaques de 40 años.

La feria obligó a multiplicar por tres la casa del cronista en la colonia Portales, por más que los gatos carecieran de pista para correrías.

La lista alcanza doce mil objetos cuya clasificación agotaría largos meses de sudor.

El encanto de lo viejo.