Ciudad de México, a 4 de enero. En una amplía cocina, dos hombres preparan la masa, arman una rosca, ponen encima frutas confitadas y pintan todo con huevo antes de meterlo al horno.
Si no fuera por su uniforme beige y los dos policías que los vigilan, podría ser cualquier panadería. Pero es una cárcel. En la pared, un cártel: “Hazme valer”.
Un grupo de 15 internos del Reclusorio Varonil Sur de Ciudad de México lleva cinco días cocinando el tradicional roscón de Reyes, un dulce tan popular a principios de año que hasta se cocina en prisión para luego venderse en la sede central de la Secretaría de Seguridad capitalina por poco más de siete dólares.
La rosca o roscón es una especie de brioche que tuvo sus orígenes en Francia y España en el siglo XIV y llegó a México durante la conquista para convertirse en el dulce típico de los días previos al 6 de enero, festividad católica que celebra la llegada de los “Reyes Magos” repartiendo juguetes a los niños.
Además de preparase en todas las panaderías de la ciudad, también es tradicional que en el Zócalo —la principal plaza de la capital— se reparta rosca gratuita el domingo para conmemorar la festividad.
El taller es una de diversas actividades de reinserción que se imparten en esta cárcel capitalina que alberga cerca de 4.000 presos (datos de 2023). Forma parte del programa llamado “Hazme valer”, la marca registrada que llevan todos los productos fabricados por los internos, desde las roscas a trabajos de carpintería o artesanías que luego se venden al público.
Ricardo Rodríguez, de 37 años de edad, es uno de los 15 internos que participaban en la preparación de la rosca. Aprendió el oficio de panadería con su papá que era panadero y trabaja en el taller de la prisión desde hace 9 años. Le restan cinco para quedar en libertad.
“Mi hermano tiene un localito de pan ahí afuera y es lo que luego platicamos: saliendo, ampliar más su negocio y trabajar”, dijo Rodríguez. “Es buen negocio esto ahí afuera, es buen oficio. Muy bien pagado y muy bonito”.
“No hay ninguna imposibilidad. Todo se puede aquí”, aseguró. “De hecho, he tenido compañeros que no saben nada, trabajan conmigo y conforme pasa el tiempo aprenden. No llegan a hacer lo mismo que yo, pero agarran la noción”.
Las roscas y el árbol de Navidad situado en uno de los patios del edificio son de los pocos detalles que cambian la apariencia de las instalaciones estos días, aunque la mayoría de los internos los ignoren.
El viernes, mientras terminaba la producción de roscas, unos 300 hombres esperaban tras un vidrio frente a un patio que les dijeran el castigo a cumplir por haber hecho algo indebido la semana anterior. Otros charlaban o jugaban al fútbol en una cancha junto a un gimnasio al aire libre, un ring y un frontón.
Los aprendices de panadero —que el resto del año hacen tortillas o bolillos, panes simples típicos de México— comienzan a trabajar a las cinco de la mañana. No pueden olvidar introducir dentro de la masa uno o varios muñequitos que, según la tradición, obligan a quien se encuentre uno en su pedazo de roscón a preparar otro plato típico, los tamales, para el 2 de febrero, Día de la Candelaria.
Una vez horneadas, las roscas son trasladas al centro de la ciudad para su venta.
“Es una buena forma de que ellos aprendan un oficio, que cuando salgan sea más fácil reintegrarse a la sociedad”, dijo Ana María Martínez, una comerciante de 50 años que acababa de comprar su rosca en una transitada rotonda de la capital el sábado al mediodía.
A su lado, varios niños esperaban ansiosos frente a un buzón donde tres hombres disfrazados de Reyes Magos los ayudaban a escribir cartas con pedidos de regalos. Pero sus adultos responsables tenían el ojo en otra parte: muestras gratis de una rosca recién llegada de la prisión.