Hace un par de semanas la Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) presentó la antología Las letras de las mujeres de América a finales del siglo XIX, un texto escrito por Emilia Serrano, también conocida como la baronesa de Wilson.
El texto recoge algunas de las impresiones que Serrano tuvo de sus viajes por el continente americano a finales del siglo XIX.
Además de proporcionar una mezcla enriquecedora de reseñas y anécdotas personales, logró dar voz a algunas mujeres escritoras latinoamericanas a través de un enfoque personal.
Con un prólogo y una selección de textos de Miguel Ángel Echegaray, el pequeño libro está organizado de manera geográfica para explorar la producción literaria de países como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, México y Uruguay. Esta disposición permite a los lectores conocer la vida y el contexto de las escritoras, a través de la pluma de la baronesa de Wilson.
Serrano es a la vez una figura misteriosa y juguetona que, por la naturaleza de sus textos, no ha sido considerada como una fuente seria para los estudios académicos.
Nacida en una familia privilegiada de España, consiguió poner en duda el sitio y la fecha de su nacimiento a través de una autobiografía en la que afirma haber nacido en 1845, lo que contradice lo que otros estudiosos sugieren: que nació entre 1833 y 1834.
A pesar de este tipo de incertidumbres, se sabe que fue una mujer sumamente culta, que tuvo contacto con el romanticismo tardío y que se dedicó profusamente al periodismo en la época.
De hecho, luego de perder a su hija en 1865 emprendió su primer viaje a América, fascinada por los grandes viajeros científicos y por la unión lingüística entre España y las nuevas naciones de habla hispana.
Sus aventuras por el continente se repitieron en varias ocasiones y a través de ellas se relacionó íntimamente con grandes figuras de la política y la cultura de América Latina. Por ejemplo, se sabe que en México llegó a ser gran amiga de Carmen Romero Rubio, la segunda esposa de Porfirio Díaz, a tal grado, que su influencia incentivó la creación de la antología Poetisas mexicanas. En otros sitios se convirtió en asesora de gobernantes y en Venezuela llegó a ser la historiadora oficial.
Aunque se le conoce como la baronesa de Wilson por el supuesto matrimonio que tuvo con el barón de Wilson, tampoco hay una prueba fidedigna de dicha relación. Este tipo de imprecisiones, sin embargo, no niegan la importancia de su trabajo, mismo que todavía parece insuficientemente reconocido y difundido.
Hacia 1890 terminó el libro de viaje América y sus mujeres, de donde se extraen los capítulos que componen el texto editado por la UNAM y en el que Serrano consiguió visibilizar las propuestas femeninas a través de una meticulosa recopilación, enfrentándose a un panorama literario dominado por hombres.
Periplos
En América y sus mujeres Serrano registra la existencia de las letras femeninas desde 1835. Según detalla Echegaray en la introducción del libro, es posible entender el texto original como una suerte de libro de viajes por la cantidad de testimonios, descripciones y aventuras que contiene; inspirados todos ellos, en cierta medida, por la labor de Alexander von Humboldt.
Los viajes, no obstante, se ven nutridos por la selección de mujeres escritoras que Serrano recopiló: “Para la baronesa de Wilson, su percepción del mundo americano es una especie de segundo descubrimiento; admira su acontecer moderno y el papel que las mujeres han tenido en él”, afirma Echegaray.
Aunque podría parecer que el interés de Serrano por la literatura femenina entra en un segundo término, lo cierto es que reconoce la necesidad de indagar todavía más en el rol y la influencia de la mujer en la cultura: “Sería preciso estudiar la historia de la mujer desde los tiempos más apartados y en las sociedades más remotas; la influencia que ha ejercido en todos los pueblos y en todas las civilizaciones, y las extrañas vicisitudes que la han agobiado, para comprender y avalorar sus méritos y facultades intelectuales”.
En México, la baronesa de Wilson resalta la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz, elogiándola por haber aprendido a leer y a escribir a muy temprana edad: “Sus obras encierran una estética consumada y un sobresaliente ingenio que adoptaba todas las formas y traducía el caudal inagotable de la mente”.
No obstante, también reconoce a otras escritoras que no poseen la fama de la Décima Musa, como Isabel Prieto de Landázuri, quien en realidad nació en España, pero fue educada en Guadalajara, Jalisco, y quien escribió textos que tienen “la facilidad que enamora, con la corrección más exquisita y el lenguaje más bello y natural”.
En palabras de Serrano, Landázuri “no era difusa, ni se perdía en divagaciones: desarrollaba con precisión el pensamiento y lo vestía con admirables atavíos”.
Serrano resalta igualmente las letras de Esther Tapia de Castellanos, quien escribió Flores silvestres; de María del Refugio Argumedo de Ortiz; la tabasqueña Dolores Correa Zapata; Laureana Wright de Kleinhans; Lucía G. Herrera; Luisa Muñoz Ledo; Francisca C. Cuéllar; Laura Méndez de Cuenca; Dolores Delahanty; Julia Pérez Montes de Oca; y de Refugio Barragán y Toscano. Muchas de ellas desconocidas hoy.
De otras latitudes la baronesa celebra la escritura de las argentinas Juana Manuela Gorriti y Juana Manso de Noronha; de las peruanas Manuela Villarán de Plasencia, Emilia Pardo Bazán, Mercedes Cabello y Rosa Riglos de Orbegoso; de las chilenas Rosario Orrego y Mercedes Marín del Solar; y de la boliviana María Josefa Mujía, entre otras.
Con todo, Serrano mezcla sus aventuras por América Latina con su admiración por las letras hispanas en un relato cautivador que reivindica la importancia de la escritura femenina en la construcción de la identidad cultural de la región.