Se ha vuelto lugar común decir “se acabó una era” cada que concluye un ciclo importante o cuando muere una figura de orden mundial. Más allá de lo gastado de esa frase, la realidad es que el fallecimiento de Mario Vargas Llosa (1936-2025) sí lo amerita.
Con la muerte del peruano y Nobel de Literatura en 2010 se va el último sobreviviente del boom latinoamericano, aquel movimiento literario que puso en boga a las letras en nuestro idioma y que encumbró a autores como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Donoso, Jorge Edwards, Elena Garro y Vargas Llosa.
Posiblemente nunca veamos una generación tan luminosa como esa. Primero, porque mostró a la región como un escenario complejo, diverso y capaz de hablarle de tú a cualquier otra tradición; y, segundo, porque dio forma a la figura del intelectual total, una categoría a la que habría que añadir a Octavio Paz en lugar de García Márquez y caracterizada por autores con el vuelo necesario como para hacer análisis puntuales sobre política.
Queda para el anecdotario la multicitada mesa en donde Vargas Llosa llamó al régimen priista “la dictadura perfecta” o, años antes, la crítica a la revolución cubana por parte de un grupo de escritores encabezados por el peruano, a causa del juicio al poeta Heberto Padilla en 1971 por sus críticas al gobierno de Fidel Castro y que dio pie a uno de los capítulos más intensos de la historia intelectual de la zona.
Gran narrador
Pero vamos a lo sustantivo. Sorprende la cantidad de autores o analistas que regatean el talento de Vargas Llosa por sus opiniones polémicas sobre política. Olvidan que novelas como La ciudad y los perros, Pantaleón y las visitadoras, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo y La fiesta del Chivo son canónicas. ¿Cuántos autores pueden mantener un nivel de calidad tan alto como lo hizo el peruano? Me atrevería a decir que ninguno.
Sus novelas, más que hacer un repaso por la vida social y política latinoamericana, nos asoman a las debilidades del ser humano y las excentricidades que caracterizan el ejercicio del poder. Tuvo afortunados coqueteos con el erotismo en títulos como Elogio de la madrastra o Los cuadernos de don Rigoberto; y en el ensayo encontró territorio fértil para obras nodales como Historia de un deicidio.
Defensor hasta la médula de la libertad, Vargas Llosa siempre dijo e hizo lo que quiso. Y eso se notaba no solo en sus artículos, sino también en sus ficciones y en su vida personal.
Por supuesto, el precio fue alto y su volumen de detractores es amplio. Sin embargo, ahora, cuando el escándalo ya no lo rodeará, confío en que su literatura sabrá defenderse por sí sola y se le volverá a reconocer como el enorme escritor que es y seguirá siendo.