Decía Giuseppe Verdi que “la música es un idioma universal que tiene el poder de unir a las personas más allá de las diferencias culturales”. Y tenía toda la razón. Si algo he encontrado en la buena música es esa magia universal de mover sentimientos sin que necesariamente estemos familiarizados con la obra y su contexto histórico.
Siempre he sostenido que la música no necesariamente debe ser entendida y su historia y estructura comprendidas. Pero por algo a la buena música, la que trasciende, le denominamos “clásica”, aquella que sobrepasa épocas, generaciones enteras, que atraviesa el devenir de la historia universal y de otras artes y disciplinas.
Comencé con una cita de Verdi porque justo en estos días (27 de enero), pero de 1901, nuestro autor fallecía en Milán. Dejó tras de sí una cauda inagotable de óperas de diferente factura y, sin duda, algunas de ellas simplemente inmortales.
Y es que si hablamos de la música clásica en general abarcamos géneros como obras para piano, o para violín o violonchelo solo, que son auténticas obras maestras. Piense el lector en las 32 sonatas para piano de Beethoven, en las seis suites para cello de J. S. Bach o en los 24 caprichos para violín de Paganini. De ahí podemos pasar a sonatas para dos instrumentos o a obras de formas libres, especialmente en el periodo romántico, como lo son los nocturnos de Chopin, los impromptus de Schubert o los valses nobles y sentimentales de Ravel.
Tenemos también la música de cámara, que se caracteriza por estar compuesta para un reducido número de instrumentos, pues como su nombre lo indica estaba destinada a interpretarse en casa, en habitaciones no tan grandes y servía en sus orígenes para la enseñanza de los niños o para las tertulias de los grandes.
Magia
Tenga el lector presente un dato: en los tiempos del barroco del periodo clásico, del romanticismo y ya entrada la época contemporánea, no había otra manera de escuchar o reproducir música más que interpretándola directamente. Por eso es que en cada hogar había un clavecín, un clavicordio, un violonchelo, algunos violines y maestros que, además, fungían como padres de familia.
Las sinfonías constituyen todo un hito en la historia de la música. A Franz Joseph Haydn se le conoce como el “padre de la sinfonía”, pues fue el primero en incursionar de lleno en esta forma musical, dividida en cuatro movimientos (generalmente) y que permitía armonizar instrumentos de cuerda, alientos, metales, percusiones y una temática, ya pura ya programática, de mayor o menor grado de dificultad.
Haydn escribió 106 sinfonías. Pero abrió brecha para otros como Mozart (41 sinfonías), Beethoven (nueve), Schumann (cuatro), Schubert (nueve), Mendelssohn (al menos cinco destacadas), Brahms (cuatro), Bruckner (nueve) Mahler (nueve) y así nos podemos seguir.
Otra modalidad muy atractiva es la de los conciertos para solista y orquesta. Ya abordaremos el tema en otra entrega. Pero no cabe duda de que al hablar de ópera estamos frente a lo que se conoce como el arte total, pues combina música, argumento, voces, coreografía, vestuario, iluminación y, desde luego, el importantísimo rol que juegan los distintos personajes y el propio director de orquesta.
Lo que puedo recomendarles es que se acerquen a Verdi y su obra y se les quite el miedo que los distancia. Vean y escuchen La Traviata, Aida, Rigoletto y Otello, para abrir boca. Lo que simplemente no me cabe en la cabeza es cómo uno escribe el libreto, otro la música y muchos más las interpretan en perfecta sintonía. Esa es la magia del arte: alcanzar lo inimaginable para mover fibras que no sabíamos que existían.