En la actualidad la definición de arte es tan elusiva, que una obra de arte puede ser casi cualquier cosa: emotiva o racional, lúdica o violenta, personal o política, digital o hecha con las manos, universal o local, un objeto, una idea o una experiencia. Aun así, pareciera que dentro de la enorme disparidad de formas, discursos y lenguajes del arte contemporáneo prevalece un propósito común e irrenunciable: la originalidad.
Durante cientos de años, y hasta hace relativamente poco tiempo, copiar a los viejos maestros era parte natural de la formación de los jóvenes artistas. A lo largo de la historia los artistas se han nutrido, abierta y deliberadamente, del arte del pasado: desde los romanos, que hacían réplicas de las esculturas griegas, hasta muchos de los pintores modernos más famosos, como Picasso, Degas o Sargent, quienes estudiaban, hacían variaciones y reinterpretaban la obra de los grandes maestros que los precedieron. Aunque hubo artistas brillantes y extraordinariamente originales, la búsqueda de la originalidad en sí misma no era cuestión que les ocupara.
En contraste y contradictoriamente nuestra cultura de reproducciones y masificación valora obsesivamente la originalidad. La sociedad, permanentemente saturada de opciones y estímulos, está ávida de productos y experiencias novedosos: ser diferente no solo es un valor de venta sino también un mecanismo de supervivencia. Se llega a límites extraordinarios para llamar la atención; nada es lo suficientemente grande, luminoso, excéntrico, escandaloso, ruidoso o irreverente. Así, no hay peor error para un artista actual que ser derivativo y convencional, es decir, carecer de aquello que se entiende por originalidad. El criterio legitimador de una obra de arte pasa entonces por la necesidad de ser diferente —o aparentar serlo— a todo lo que se ha visto o hecho antes. Si etimológicamente la palabra “original” refiere al “origen”, es paradójico que tantos artistas contemporáneos busquen la originalidad mediante la negación del origen y las tradiciones. Conforme a este dogma no es de extrañar que el canon oficial haya desdeñado a la pintura —con su larga historia— en décadas recientes y que aún hoy se promueva en bienales y museos la “pintura innovadora”, sea lo que sea que esto signifique.
Genuino
Y de esta obsesión por parecer original resulta una paradoja: todo termina pareciéndose a lo demás. Hace algún tiempo leí esta frase cuyo autor no recuerdo: “La originalidad es el menos original de los recursos”. Es decir, la búsqueda de la originalidad como un fin en sí mismo tiene el efecto opuesto: paraliza la creatividad. La originalidad de la Venus de Willendorf, El jardín de las delicias o Las Meninas no radica en su intención de serlo, sino en el talento, la destreza, el trabajo y la riqueza interior del artista. En el contexto del arte actual lo realmente novedoso sería aprender a dibujar; aspirar a ser genuino en vez de obsesionarse con ser original.
La historia del pensamiento es cíclica y de alguna manera estamos condenados a no poder ser originales. Y es que todo lo que tenía que decirse ya se ha dicho, aunque la manera de decirlo sea tan única e irrepetible como lo es cada individuo. Decía Carl Jung que “todos nacemos originales y acabamos siendo copias”. De esta manera, la búsqueda de la originalidad empieza y termina en uno mismo y la labor del artista consiste entonces en conocerse a sí mismo para llegar a serlo, trabajar arduamente y producir un trabajo auténtico, sin dejarse asfixiar por la trampa de una originalidad forzada.