Si tienen buena memoria sabrán que en mi columna anterior analizamos una de las macrotendencias más importantes de la actualidad: la reducción de las tasas de natalidad a nivel global. Si no se acuerdan, va lo importante.
Según los demógrafos de la ONU la población global llegará a su punto máximo en 2084 y después comenzará a disminuir. Dos tercios de los humanos viven hoy en un país con una tasa de natalidad inferior a la de reemplazo (2.1 hijos por mujer), incluido México (1.8 hijos). Esta caída poblacional es particularmente severa en Europa, Estados Unidos y algunos países de Asia (China, Japón y Corea del Sur), lo que ha generado un movimiento “pronatalista” que busca revertir esta tendencia. Hasta aquí el resumen.
Ahora bien, en pocos lugares del mundo la situación demográfica ha recibido tanta atención como en la Rusia de Vladimir Putin. Veamos el tamaño del problema.
En 2023 nacieron en Rusia poco más de un millón de niños, 9.5% menos que en 2021 y la cifra más baja desde 1999. De acuerdo con la ONU, de los 146 millones de rusos que existen hoy se espera que para 2100 queden entre 74 y 112 millones. O sea, Rusia podría perder entre 25 y 50% de su población para finales de siglo.
Pero Putin no piensa tirar la toalla y un reciente reportaje de The Washington Post (de Robyn Dixon, Francesca Ebel y Natalia Abbakumova) ilumina el radicalismo al que ha llegado su gobierno para intentar repoblar su decadente imperio.
Campaña
En primer lugar, Putin considera la tasa demográfica como un asunto de seguridad nacional. Para esto ha volcado a todo su gabinete —e incluso a la Iglesia ortodoxa— para promover la creación de familias más numerosas. Como indica el Post, el Kremlin ha utilizado por años su enorme aparato de propaganda para empujar una campaña masiva que refuerce los “valores tradicionales” en “un esfuerzo por forjar una sociedad puritana y militarizada, construida sobre el nacionalismo y el cristianismo ortodoxo”.
De esta forma, cualquier mujer que cumpla con la línea del gobierno es celebrada en público. De hecho, Putin ha restaurado la Orden de la Gloria Parental y el premio a la Madre Heroína para galardonar a las mujeres que tengan diez o más hijos.
Como era de esperarse, esta vorágine genera enormes retrocesos en los derechos de las mujeres. Se han despenalizado ciertas formas de violencia doméstica, se ha reprimido el acceso al aborto —que la URSS legalizó en 1922— y funcionarios del gobierno constantemente atacan la “práctica viciosa” de mujeres que prefieren una educación o carrera profesional a su “labor” de procrear.
Al mismo tiempo, existe una campaña de desprestigio hacia cualquier ideología contraria al régimen. Aquellos que promuevan el feminismo, asuntos LGBT o cuestionan la política demográfica de Putin son vistos como “decadentes” y considerados extremistas o terroristas por el Kremlin por auspiciar “ideologías destructivas”.
Ahora viene la pregunta del millón de rublos: ¿funcionará esta estrategia? Todo indica que no. Porque como escribí en mi columna pasada, revertir las tendencias demográficas es casi imposible por múltiples razones, siendo la principal que las mujeres hoy buscan mucho más que ser simples madres de familia.
Si un gobierno quiere lograr esta tarea hercúlea las familias deben tener la certeza de que tener hijos no representará una carga importante en sus vidas: facilidades fiscales, guarderías gratuitas, acceso a educación de calidad, hospitales a precios accesibles y un ambiente político, económico, cultural y social estable.
Hoy Rusia entrega dinero y premios a las familias que tienen muchos hijos. Pero la guerra en Ucrania, un bajo crecimiento económico, altos niveles de alcoholismo y violencia doméstica, un incremento en el autoritarismo y una prospectiva deprimente hacia el futuro hacen poco probable que un eslogan patriótico o una medalla sean motivo suficiente para ponerse a parchar por la patria.
Yo no sé ustedes, pero si yo fuera Putin lo único que estaría pensando sería: “¡Valiendoski madroski!”