En la actualidad, la presencia de profesionales formados en campos ajenos al arte en roles clave dentro de museos, galerías y otras instituciones culturales es cada vez más evidente. Lo que históricamente era un campo en su mayoría dirigido por artistas y especialistas en arte, ahora está ocupado en buena medida por personas cuyas principales habilidades radican en la mercadotecnia, la gestión financiera, la comunicación, la planeación estratégica, el diseño, la moda o la política, y cuyos conocimientos artísticos están supeditados a lo anterior.
Este fenómeno es tanto causa como consecuencia de una profunda transformación del sector artístico y un cambio en la definición misma del arte, que ha pasado a ser un producto de consumo en un mercado globalizado. A medida que las instituciones culturales luchan por sobrevivir en un entorno cada vez más competitivo, se hace necesario contar con profesionales que ostenten capacidades empresariales. La capacidad para manejar un negocio rentable, se ha vuelto tanto o más importante que los conocimientos especializados sobre arte. En este contexto, museos, galerías e instituciones afines, se han convertido en presentadoras de experiencias diseñadas para atraer públicos y patrocinadores. Si bien el arte no debería necesitar adornos, a menudo se acompaña de espacios arquitectónicos espectaculares o de propuestas que incluyen comida, fiestas o tecnología inmersiva. Museos y galerías deben operar bajo la misma lógica que una empresa, con objetivos económicos, métricas de rendimiento y estrategias de venta.
Al mismo tiempo, la presencia de este tipo de perfiles profesionales en puestos clave dentro de las instituciones culturales, contribuye a apuntalar el esquema comercial que determina la producción y el consumo de arte en un mercado globalizado. Para un martillo, se dice, todo son clavos.
La educación ha sido suplantada por este modelo de mercado. Esto se refleja en el tipo de enseñanza artística que se ha impartido en las últimas décadas, donde la creatividad y la libertad quedan ahogadas por un sistema económico. Por ejemplo: la formación de pintores en las escuelas de arte ya no corresponde a las necesidades actuales. No hace falta practicar pintura ni saber verla. Para ser un artista millonario, famoso o tener muchos seguidores en redes sociales, no hace falta saber pintar. De hecho, y por increíble que parezca, muy pocos galeristas, directores, curadores, artistas, analistas o especialistas, saben ver pintura. Y es que no es imprescindible representar a buenos artistas para dirigir con éxito una galería comercial o para organizar una exposición concurrida en un museo.
Por su parte, el público se encuentra moldeado por las leyes implacables del mercado –atrapado en un ritmo de consumo constante y a la vez utilizado como promotor de productos y experiencias–. La urgencia por estar al tanto de las últimas tendencias, la búsqueda por obtener todo de manera rápida y sin reflexión, ha ido erosionando la capacidad de discernimiento, de asombro, de pausa y de contemplación; son distracciones y frivolidad en vez de experiencias artísticas auténticas. Este esquema no solo afecta la manera en que se produce y distribuye el arte, sino que también altera nuestra relación con él.
El medio del arte está cada vez menos en manos de artistas y especialistas en arte. Si bien un engranaje de profesionales diversos es fundamental para el funcionamiento del sistema artístico, no lo es un sistema en el que unos desplacen a otros. Tampoco lo es la imposición de criterios, técnicas, lenguajes o ideologías sobre la expresión misma.
Dado que la rentabilidad es lo que más se valora, el arte se aleja cada vez más del arte. En vez de ser un espacio para la creatividad, la sensibilidad, la reflexión y el pensamiento crítico, el arte se ha convertido en una mercancía que necesita ser gestionada, promovida, consumida y, sobre todo, monetizada. Hemos perdido algo fundamental: el valor del arte como una experiencia humana única y transformadora, por encima del mercado.