El pasado 5 de diciembre conmemoramos un aniversario luctuoso más (1791) del que, en mi opinión, es el más grande genio de la música universal: Wolfgang Amadeus Mozart. Su vida fue corta, muy corta. Pero su obra, inmensa y diversa.
Apenas vivió 31 años en medio de turbulencias de todo tipo. Paradójicamente, las incidencias que tuvo que enfrentar alimentaron constantemente su mente y espíritu.
Su padre, Leopold, fue un personaje central en la vida de Mozart. También era músico en la corte del arzobispo de Salzburgo (lugar de nacimiento de Wolfgang el 27 de enero de 1756). De los siete hijos que tuvieron Leopold y su esposa Anna María solo dos sobrevivieron: nuestro compositor y su hermana María Anna, también conocida como Nannerl.
Del padre de Mozart se podrán decir y criticar muchas cosas, pero además de ser compositor y maestro (recordar su Sinfonía de los juguetes) debemos reconocer que fue el gran promotor e impulsor de su vástago, ya que veía en él un enorme potencial creativo e interpretativo. Hay quienes piensan que explotaba al niño y lo exponía de más en las cortes europeas. Y si bien es cierto que desde los cuatro años ya tocaba el clavicordio, a los seis el violín y tenía una asombrosa lectura a primera vista (sin dejar a un lado su memoria fotográfica tras escuchar una obra ajena), su padre pensaba que su hijo tenía un don muy especial, obsequiado por el creador.
No hay que dejar de lado que el único profesor que tuvo Wolfgang fue precisamente su padre. Quizá la película Amadeus (escrita por Peter Shaffer y dirigida por Milos Forman) exagera en la actitud infantil de Mozart a lo largo de su existencia. Pero en definitiva sí debemos confirmar que, como decía Barrington, Wolfgang era un niño y no un enano adulto. En el mismo filme que se comenta destaca la tesis de que nuestro compositor habría muerto a causa de envenenamiento provocado por Antonio Salieri, amigo y colega de Mozart y —teóricamente— muy celoso del enorme éxito del genio de Salzburgo.
Últimos meses
Nadie puede negar que Mozart fue un niño, joven y adulto frágil. Enfermaba constantemente y, como nos enseña el doctor Adolfo Martínez Palomo, la apariencia de Wolfgang era “de baja estatura (1.52 m), complexión delgada, pálido, con numerosas cicatrices de viruela en la cara, pelo castaño claro, nariz prominente, ojos de intenso color azul con exoftalmos moderado”.
“La muerte lo encontró inspirado”.
Su temprana muerte llega, como se dijo, a los 31, siendo que la edad promedio de vida en Viena por aquellos años era de 51 años. Tiene razón en afirmar Martínez Palomo que “nunca sabremos a ciencia cierta la naturaleza de la enfermedad mortal del compositor”.
Pero sí sabemos que la muerte lo encontró inspirado escribiendo diversas obras a la vez. En aquellos últimos meses de 1791 terminaba dos grandes óperas: La flauta mágica y La clemenza di Tito; trabajaba en el Concierto para clarinete en La Mayor; en las últimas sinfonías (40 y 41); y, destacadamente, en el Réquiem. Esta obra le fue encargada por un misterioso personaje vestido de negro que pidió que guardase en secreto la encomienda sin conocer la identidad de quien la formulaba. En esos tiempos se usaba que se encargase determinada obra a un compositor, pero sin firma, a fin de que el mandante pudiese imprimir su propio sello y ostentarse como autor de la misma.
Mozart dejó inconcluso su Réquiem. Llegó hasta el Lacrimosa y la tarea fue terminada por su discípulo, Franz Xaver Süssmayr, a partir de los apuntes del maestro.
El legado para la humanidad de Wolfgang Amadeus Mozart es enorme y será eterno. Que la vida nunca nos arrebate la capacidad de asombro frente a tanta virtud y belleza.