México necesita, efectivamente, una reforma del Poder Judicial, pero una que realmente vuelva más expedita la justicia, elimine la corrupción y permita un mayor acceso a quienes no tienen recursos para contratar a un abogado.
No hay ninguna indicación de que la iniciativa del presidente López Obrador pueda resolver cualquiera de estos problemas. Es una reforma que solo busca la venganza contra los fallos de jueces, magistrados y ministros ante acciones y leyes violatorias de la Constitución y de las leyes. Tenemos un presidente que ha legado a los futuros mexicanos la doctrina “y que no me salgan con el cuento de que la ley es la ley”, a pesar de que él mismo y todos sus funcionarios juraron “respetar y hacer respetar la Constitución y las leyes que de ella emanen”.
La iniciativa del 5 de febrero se construye fundamentalmente sobre la elección de jueces, magistrados y ministros por voto popular. Ningún país del mundo tiene un sistema así. En México la Constitución de 1857 ordenó la elección indirecta de los entonces llamados magistrados de la Suprema Corte, pero no de los jueces. En Estados Unidos algunos estados eligen a sus jueces locales por voto popular, pero no a los federales. En Suiza los electores votan para elegir a los jueces de las cortes superiores cantonales, pero los gobernadores de los cantones escogen a los jueces inferiores, mientras que la Asamblea Federal elige a los jueces federales. En Bolivia Evo Morales creó un sistema en 2009 para elegir por sufragio universal a los magistrados del Consejo de la Judicatura y de los tribunales Constitucional, Agroambiental y de Justicia.
Todos estos sistemas han sido muy cuestionados. La elección de los magistrados de la Suprema Corte mexicana en el siglo XIX permitió a Porfirio Díaz tomar control de la corte y el sistema fue eliminado por los constituyentes de 1917 para buscar una mayor independencia judicial. En Estados Unidos los jueces electos con frecuencia dictan sentencias buscando la popularidad y no la justicia. En Suiza ha habido un movimiento para despolitizar todo el sistema y permitir que sean los jueces y abogados quienes, a través de sus asociaciones, escojan a los jueces. El sistema de Bolivia, que fue el que inspiró a López Obrador, se ha enfrentado al desinterés de los electores, que en 60% anulan sus votos; los magistrados electos por minorías, por otra parte, solo tienen el interés de promover su beneficio personal.
Realidad
Una buena reforma judicial no se molestaría siquiera en ver estos experimentos tan cuestionados.
Lo que haría en primer lugar es tener un sistema de defensoría pública, para los acusados que no tienen para pagar un abogado, mucho más sólido y mejor financiado.
Tendría también fiscalías y ministerios públicos que, aunque no son parte del Poder Judicial, son el punto de entrada a denuncias y demandas, con capacidad y recursos para actuar en beneficio del público sin pedir dádivas.
Habría que hacer realidad el principio de que la justicia debe ser accesible para todos, sin importar sus recursos.
Ni los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación ni los magistrados deberían ser ya nombrados o ratificados por el Senado ni propuestos por el presidente. Deben ser las organizaciones de abogados y juzgadores las que seleccionen, con concursos de oposición bien organizados y limpios, a los jueces de todos los niveles.
El país sí requiere una reforma judicial, pero no la que propone el presidente, sino una que realmente haga realidad el sueño de tener una justicia expedita y accesible a todos.