En la madrugada del 11 de septiembre se concretó en el Senado un atentado contra la sensatez que tendrá consecuencias negativas muy importantes para nuestro país.
La reforma judicial no ataca la corrupción ni ninguna otra supuesta falla del Poder Judicial. No resuelve tampoco los problemas de seguridad y justicia. Para eso habría que reformar las policías preventivas, fiscalías, policía de investigación, Ministerios Públicos, institutos de medicina forense, defensorías públicas y sistemas carcelarios federales y estatales.
Habría, además, que modificar los códigos penales, mercantiles, civiles y laborales para eliminar absurdos y contradicciones que impiden lograr una justicia más expedita.
Otra medida importante sería establecer oficinas públicas de abogados que pudieran dar asesoría o llevar casos de personas sin recursos.
Habría que eliminar la politización del proceso de selección de jueces, magistrados y ministros. Todos deberían ser seleccionados en concursos de oposición y no por políticos. Pero esto no se resuelve con un voto popular; al contrario, se agrava. Debería aumentarse el número de jueces, porque los que hay se encuentran absurdamente saturados.
Nada más en el fuero federal se resuelven más de 1.2 millones de casos al año, según el Censo Nacional de Justicia Federal. Esto significa 762 asuntos anualmente para cada juzgador, que debe resolver más de dos casos al día. Es humanamente imposible siquiera leer los expedientes.
Y esto es solamente en el fuero federal, que representa menos de 10% del total de los casos. El verdadero problema está en el fuero común. La carga de trabajo para los jueces locales sobrepasa cuatro o cinco veces la de sus colegas federales. No se puede hacer justicia en estas condiciones.
Problemas
Más que despedir a los jueces y magistrados en funciones habría que contratar más y mejores. México tiene cuatro jueces por cada 100 mil habitantes, frente a un promedio internacional de 17. Habría que cuatriplicar su número. Los juzgados deberían tener mejor equipamiento y recursos. Muchos ni siquiera cuentan con el equipo de cómputo adecuado para realizar funciones.
En México existe una impunidad de 96.3% de los delitos que se cometen, pero esto no es culpa de los jueces sino de las policías, las fiscalías y los Ministerios Públicos, que también están abrumados, hacen mal su trabajo, están mal pagados o son corruptos. La reforma judicial, sin embargo, no se preocupa por resolver esta situación.
La iniciativa creará muchos más problemas. Los jueces se preocuparán más por lograr una carrera política, por ganar elecciones, que por hacer un buen trabajo. En casos de mucha atención pública, dictarán sentencias que les den popularidad y no que logren justicia. Dado que la mayoría de los candidatos serán nominados por políticos, solo llegarán los más cercanos al poder. El Tribunal de Disciplina, cuyas decisiones serán inapelables, se encargará de que los jueces solo dicten sentencias con las que el gobierno esté de acuerdo. Esto pondrá fin a la independencia judicial y acabará con la división de Poderes que establece el artículo 49 de la Constitución.
La reforma será un fracaso. No eliminará ni la corrupción ni la acumulación de casos. Solo servirá para reducir el nivel de preparación de los jueces y para asegurar que estos obedezcan al gobierno. Además, se está aprobando al vapor y sin contar con leyes secundarias. No es difícil prever que resultará un fracaso.