Hoy nos encontramos inmersos en un nuevo “pánico moral”, similar a lo que ha ocurrido con los videojuegos, el porno o las películas violentas. ¿El gran villano moderno? Las redes sociales y sus perversos algoritmos, que están destruyendo las frágiles mentes de la juventud, arrastrándola a una vida de inestabilidad y miseria.
El sicólogo social Jonathan Haidt es uno de los principales promotores de esta hipótesis. En su libro The Anxious Generation argumenta que el auge de los smartphones y el uso excesivo de redes sociales está literalmente “recableando” el cerebro de los chamacos y esto se ha traducido en altos niveles de depresión, ansiedad y suicidios.
A simple vista su argumento suena plausible. Estoy seguro de que todos ustedes han sido susceptibles a los riesgos de las redes sociales, donde uno puede perderse por horas viendo videos estúpidos que nos hacen perder el tiempo (en el mejor de los casos) o que nos generan toda clase de inseguridades al comparar nuestros cuerpos o estilos de vida con los de personas que ni siquiera conocemos.
Y si esto nos pasa a nosotros, que somos adultos inteligentes… ¿qué no causará a los morros estúpidos?
Pero el tema se complica cuando uno se adentra en los datos duros. Como explica David Wallace-Wells en The New York Times, un aspecto que muchos ignoran es que justo cuando Facebook, Instagram y otros estaban cambiando sus algoritmos para hacerlos más adictivos el gobierno de Estados Unidos también estaba reformando la manera en la que atendía y medía las enfermedades sicológicas.
Por ejemplo, en 2011 —justo con el auge masivo de las redes sociales— el Departamento de Salud de EU recomendó por primera vez que los adolescentes se hicieran pruebas anuales de depresión y exigió que los seguros las cubrieran; esto hizo que los casos de depresión aumentaran.
En 2015 los hospitales comenzaron a clasificar de manera distinta las heridas autoinfligidas de las accidentales, lo que terminó por duplicar los registros de autolesiones en todos los grupos demográficos. Un aumento similar también ocurrió cuando se actualizó la clasificación de “ideación suicida”.
¿Qué hacer?
Ahora bien, las tasas de suicidio entre los jóvenes estadunidenses sí han estado aumentado en la última década, pero esta es una tendencia que se ha visto en casi todas las demografías. Y como indica Wallace-Wells, cuando uno revisa las estadísticas de otros países desarrollados las tasas de suicidio adolescente han permanecido estables o incluso han disminuido. ¡Y eso que todos usan las mismas redes sociales!
¡Bueno —dirán ustedes—, pero no todo es autolesión o suicidio! De acuerdo… y como argumenta Haidt, las tasas de depresión y ansiedad sí han aumentado entre los adolescentes alrededor del mundo.
Pero aquí nos enfrentamos a otro problema, porque resulta muy difícil separar los aumentos en las tasas de enfermedades sicológicas con la creciente conciencia y desestigmatización que existe hacia la salud mental en el mundo desarrollado. O dicho de otra manera, entre más atención le pongamos a una enfermedad, más casos vamos a encontrar de esa enfermedad.
Al final nos hallamos en un pantano de datos y estadísticas, donde la imagen que surge depende de cómo se mida un fenómeno. Todo esto nos impide tener una conclusión clara o llegar a un veredicto final.
Pero entonces, ¿esto significa que los morros están a salvo? ¡Definitivamente no! Estoy seguro de que los chamacos de hoy enfrentan toda clase de presiones, inseguridades y miedos que nosotros (los adultos) ni siquiera comprendemos; y yo jamás pagaría por regresar a ser un adolescente en este momento del siglo XXI.
¿Pero qué debemos hacer? Creo que la respuesta es muy sencilla: ¡hay que dejar de joder y de atosigar a los adolescentes! Porque les aseguro que estar medicándolos con pastillas y sobreprotegiéndolos solo empeorará sus vidas y su situación sicológica.
Y bueno, si van a prohibir los celulares en las escuelas (como ya ocurre en varios estados de EU) a mí me parece muy bien: queda claro que los niños están demasiado distraídos y no están aprendiendo una chingada.