PASOS DE LÓPEZ… VELARDE

El más atrevido en la tentativa de revelar el alma del hombre.

Alberto Barranco
Columnas
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Enamorado de la soledad reinante al declive del sol en el enjambre de capillas, mausoleos y epitafios, el poeta recorría obsesivo las veredas arboladas del panteón Francés de La Piedad del brazo de la musa en turno. Margarita Quijano escuchaba, sombría, silenciosa, disertaciones filosófico-religiosas, felices remembranzas y penurias de estudiante pobre e incipiente abogado.

Del hábito nacería la crónica poética Necrópolis.

Ramón López Velarde, quien juraba haber contabilizado los pasos reclamados al cruce de la calle de Madero, con estación en la iglesia de San Felipe de Jesús, el Palacio de los Azulejos y el de Iturbide, la cafetería Lady Baltimore y, a veces, una casita de caricias clandestinas del callejón de La Condesa, regresaría fugazmente al recinto fúnebre del que fuera Paseo de Asanza al resguarde de un ataúd y el cobijo de un nutrido cortejo.

El final llegó de madrugada en los pequeños cuartitos en la casa de huéspedes de la avenida Jalisco 73: el baúl donde guardaba su traje negro y sus camisas almidonadas; su cama de tambor y colchón de borra. La tarde de cine en El Palacio. El viento helado que lo acompañó en su última caminata. Neumonía fulminante, diría el acta de defunción.

Nacido en 1888 en Jerez, Zacatecas, el autor de Suave Patria en tributo al centenario de la consumación de la Independencia, medalla al mérito como poeta nacional, llegó a la Ciudad de México en 1919; siete años para vivirla, atesorarla, amarla.

La expedición cotidiana desde la aún joven colonia Roma se detenía en la avenida 5 de Mayo número 32. La primera crónica de la revista Pegaso, cuya dirección general compartía con Enrique González Martínez y Efrén Rebolledo, se tituló La amada Madero. En el trajín conoció al poeta Salvador Díaz Mirón, quien pese al agrio carácter le brindaría sólida amistad. En la fila estaban ya Manuel Aguirre Berlanga, quien le dio trabajo en la Secretaría de Gobernación; Amado Nervo; José Juan Tablada...

Musas

Los poemas se desgranarían en otras publicaciones como Revista de Revistas, Vida Moderna, en preámbulo a los diarios El Regional, de Guadalajara; El Eco, de San Luis; La Nación

La recopilación daría pauta a volúmenes impresos después de su muerte. Así El son del corazón y El minutero, con prólogo de Enrique Fernández Ledesma.

En la vena poética se entrelazan cuatro mujeres, dos de ellas mayores que él. Josefa de los Ríos (Fuensanta), acaso la musa más intensa, le adelantaba ocho años. Margarita Quijano, la última, diez. En la bitácora aparecen también Margarita Nevárez y Elisa, cuya silueta se quedó en la bruma: Y pensar que pudimos/ enlazar nuestras manos/ y apurar en un beso/ la comunión de fértiles veranos.

El poeta más intenso, el más atrevido en la tentativa de revelar el alma del hombre, de poner a flote las más sumergidas e insondables angustias, diría Xavier Villaurrutia.

La casa de dos plantas donde se agotó la vida del poeta, convertida la avenida Jalisco en Álvaro Obregón, se convertiría primero en Casa del estudiante zacatecano y finalmente en Museo del Poeta, en abrigo a los acervos bibliográficos de Salvador Novo y Efraín Huerta, a la par de la cama, los enseres, la mesita de trabajo del hombre que alzó su voz a la mitad del foro.

“Honor al poeta”, subraya el túmulo en la rotonda de personas ilustres del panteón de Dolores.

¿Por qué, Fuensanta mía…?