Para cuando lean esta columna es posible que el flamígero discurso con el que Donald Trump arrancó su segundo mandato parezca un mal sueño causado por una fiebre tropical.
Sin embargo, de lo que estoy completamente seguro es que durante el momento de escribir este texto (lunes 20 de enero) y el momento en que este ejemplar de Vértigo llegue a sus manos, el discurso predominante en nuestro México será uno cargado de patrioterismo masiosarista y de una exaltada defensa de la dignidad y soberanía de nuestra inmaculada Madre Patria.
Y es aquí donde rápidamente entramos en problemas. Porque, por más que nos incomoden el tonito o el modito del presidente Trump, la realidad es que su postura no debería extrañarnos en lo más mínimo, ya que su discurso apunta a verdades que van más allá del racismo y la xenofobia (que —concedido— tiene el señor de ambas cosas).
Porque si queremos realmente hablar de nacionalismo mexicano y enredarnos en la bandera como si fuéramos Juan Escutia, ese sentimiento debería surgir todos los días al ver el mugrero de país que tenemos… Mugrero del que hoy Donald Trump quiere que nos hagamos responsables (bajo amenaza de garrote) porque afecta directamente a su propia nación.
Es evidente que somos expertos en desempolvar nuestro nacionalismo cuando “los pinches gringos” nos amenazan. Pero este mismo sentimiento debería surgir todos los días al observar cómo nuestras autoridades renuncian a cumplir con su deber más elemental: proteger y garantizar la seguridad de los ciudadanos, tanto de su vida, como en su propiedad y libertad. Rescatar al país
Pero no sentimos esa indignación nacionalista cuando vemos al crimen organizado asesinar a 70 personas todos los días, o cuando extorsiona a cientos de empresarios mexicanos. Tampoco cuando somos testigos de las ruinas en que se ha convertido nuestra infraestructura pública, o cuando vemos cómo nuestros impuestos se pierden en dádivas o proyectos de dudosa viabilidad.
Ese fervor patriótico tampoco apareció cuando desmantelaron el sistema de salud, ni cuando ideologizaron la educación pública. Mucho menos cuando los diputados se adjudicaron la “supremacía constitucional” para blindar judicialmente cualquier ocurrencia —o pendejada— aprobada en el Congreso.Así que no nos hagamos tontos: si hoy queremos montar la bandera del patriotismo, no debe ser porque un líder mesiánico (y claramente desequilibrado) nos habló con desprecio y nos amenazó en su discurso inaugural. Debemos hacerlo para comenzar —de una vez por todas— a limpiar el muladar en que vivimos y rescatar a este país, que lleva décadas hundiéndose cada vez más.
Ahora bien, tampoco sugiero que debamos celebrar la llegada de Trump. Estoy seguro de que este señor causará un daño monumental al sistema liberal internacional; erosionará las alianzas que han garantizado estabilidad y paz en buena parte del mundo; encarnará lo peor del proteccionismo y el etnonacionalismo que hoy azotan a muchas naciones; y será una calamidad para millones de personas, tanto dentro como fuera de Estados Unidos.
Pero una cosa es que Trump sea un mafioso y un hijo de la chingada, y otra muy distinta es que mienta al señalar nuestra omisión en los asuntos básicos de seguridad y orden en nuestro país.
A nadie le gusta que un vecino lo insulte y lo trate con desdén. Pero el problema más grave es que nosotros mismos nos insultamos y nos faltamos al respeto cuando no exigimos a nuestro gobierno resultados y rendición de cuentas para salir del caos en el que estamos inmersos.
Eso sí que es nacionalismo y no meras trumpadas.