A lo largo del siglo XX Estados Unidos salió victorioso de la Primera Guerra Mundial, de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría. En las tres ocasiones fue el factor decisivo para la protección (y salvación) de Europa Occidental. Por eso los británicos empezaron a llamarle “The Indispensable Nation”.
Fue tal el poderío norteamericano, que se popularizó la frase del presidente Franklin Delano Roosevelt de que su país constituía “el arsenal de la democracia”.
Cuando las personas enteradas se referían a Occidente o las democracias occidentales, todo el mundo sabía que por delante iba Estados Unidos, bautizado a veces con sorna y a veces en serio como “líder del mundo libre”.
Otro tanto sucedía en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), donde cualquier observador podía percatarse que quien más contribuía a la defensa militar de las democracias liberales era Estados Unidos.
Así fue el siglo XX. A tal punto, que numerosos historiadores lo han llamado el siglo americano. La hegemonía cultural estadunidense y el avance de la democracia liberal como referente de los valores a nivel internacional se sustentó siempre en el poderío militar de la superpotencia.
Pero era la primera superpotencia de la historia que no buscaba la aniquilación total de sus enemigos, sino que, como ilustran los casos de Alemania y Japón, los reconstruyó y los convirtió en aliados, así como en vibrantes y desarrolladísimas democracias liberales con tecnología de punta.
Así ha sido el mundo durante los últimos 80 años. Por eso sorprende tanto la manera en que Donald Trump está tirando a la basura esa influencia benefactora y esa imagen positiva de su país. Está desperdiciando y desechando el trabajo de varias generaciones de estadunidenses que hicieron de su país la referencia necesaria en todos los órdenes. Ahora se está volviendo referencia negativa.
Demolición
Es muy difícil anticipar el mundo que viene, pero no será mejor que el actual. En primer lugar, será un mundo en el que ningún país podrá confiarse seriamente en el apoyo militar norteamericano a menos que tenga algo con qué pagarlo. Un mundo, por tanto, más inseguro e inestable, sin alianzas militares firmes. Segundo, un mundo donde la prédica en favor de la democracia, sobre todo si viene de Estados Unidos, estará muy desacreditada. Con qué cara van a exigírsele criterios democráticos a cualquier país para un tratado comercial o para fondos de ayuda humanitaria si el país que puede proporcionar esos bienes ya no defiende la democracia. Tercero, el “American Way of Life” ya no tendrá ese halo de atracción tan poderoso que solía tener en todo el mundo. La vida clasemediera y consumista que Estados Unidos promovía con todo su aparato cultural (televisión, cine, radio, etcétera) ya no parecerá la opción más atractiva para las poblaciones del mundo. Con ello, la libertad personal que favorecía ese estilo de vida podría desaparecer. Regresaríamos a comunidades de identidades tribales, donde los valores del grupo pesarán más que el derecho a la autodefinición del individuo, una autodefinición únicamente posible en las democracias liberales.
De manera que estamos asistiendo no nada más a la demolición de un sistema internacional o de sistemas políticos locales. Estamos presenciando el fin de una forma de vida sostenida por la fuerza de un imperio que empieza a declinar.
No es algo para celebrar. Ni Francia ni Alemania ni Inglaterra disponen de suficiente poder, en cualquiera de sus modalidades, para sostener el estilo de vida occidental como referente planetario.
Prepárese para atestiguar la historia en movimiento.