Ante una cultura de consumo incesante como la nuestra, ruidosa, rápida y desechable, en la cual prevalece un continuo sentido de prisa, una necesidad de estar híper comunicados y estimulados, permanentemente en línea, siempre distraídos y ocupados –aunque no necesariamente siendo productivos o constructivos– y sometidos irreversiblemente a las exigencias de la tecnología, la cual frecuentemente trae consigo más complicaciones que soluciones, me pregunto, ¿es posible vivir una vida más auténtica y menos glamorizada en la cual haya más espacio para la contemplación y menos para la insensibilización, más interacciones verdaderamente humanas y menos pantallas? ¿Se puede disfrutar simplemente de ser y de estar? ¿Por qué no nos permitimos aburrirnos, no hacer nada, disfrutar del silencio? ¿Es posible viajar, comer, hacer ejercicio o ver arte sin buscar experiencias inéditas, divertidas, exóticas, audaces, fotogénicas y siempre maravillosas?
Todo lo que antes se vivía directamente, escribió Guy Debord en los años 60, es ahora una puesta en escena. Y hoy, era en la que todos tenemos una cámara y plataformas de difusión en la mano, esto es más cierto que nunca: nuestras vidas privadas, la política y la guerra, la salud mental y física, la educación, el arte y todas las industrias, quehaceres y profesiones; todo en la vida es ya parte de una gran representación en la que simultáneamente somos actores, espectadores, productores y posproductores. Se deja de vivir la vida misma en aras de estar generando su recreación. Y es que vivimos consumiendo y produciendo espectáculo. Si en algún momento la religión era el instrumento preferido del poder para controlar a las masas, ahora lo es el espectáculo. Desde ahí nos mantienen embotados, sobresaturados, engañados y siempre regresando por más. Trabajamos incesantemente para seguir consumiendo y alimentando este insólito modelo de vida que cada vez tiene más volumen. Somos adictos a la emoción que nos generan las experiencias extraordinarias, asombrosas u originales; recurrimos a ellas para paliar la tristeza y el miedo, para acallar las crisis existenciales y llenar nuestro vacío. En vez de traernos al presente y concentrar nuestro tiempo y energía en lo que verdaderamente importa –procurar nuestro bienestar interior, cultivar relaciones profundas y de calidad o encontrar un propósito de vida– alimentan nuestro ego, haciéndonos sentir que somos importantes y dándonos una ilusión de pertenencia. Vivimos apantallados y empantallados.
Esta noción de espectáculo tuvo un profundo efecto en el desarrollo del arte posmoderno, alejando a los artistas de la producción de objetos materiales y acercándolos a lo performativo, lo conceptual y lo inmaterial. Las experiencias convencionales del arte fueron ahogadas por la excitación del espectáculo. El sistema artístico dominante actualmente se fundamenta en una sucesión interminable de ferias, bienales y fiestas; opera conforme a tendencias y modas y favorece y acoge a quienes ofrecen el show más entretenido. Como parte del modelo implantado, mucho del arte de nuestro tiempo es una recreación, un simulacro, un artificio, una estafa. Y este arte simulado, desplaza al arte mismo. Estamos ante el sacrificio del arte por el espectáculo.
El arte, actividad humana por excelencia, se deshumaniza cada vez más. No estamos diseñados para vivir conforme a los tiempos y dinámicas impuestos por la tecnología, las máquinas y el voraz sistema capitalista de producción y consumo. Nuestro cuerpo, mente y espíritu están siendo forzados a procesar una cantidad infinita de estímulos de forma permanente. Al ir en contra de lo que nos es natural, nos enajenamos, nos desconectamos de nuestra propia sustancia. Como consecuencia, somos cada vez más incapaces de pensamiento crítico, imaginación, creatividad e introspección. Se nos va el tiempo, se nos escapan las relaciones humanas; nos perdemos a nosotros mismos. Maldito espectáculo.