LO QUE NO SE VE

Juan Carlos del Valle
Columnas
Compartir
Juan Carlos del Valle, Borrada, 2004, óleo sobre tela, 23 x 18 cm

En la intimidad del quehacer pictórico, dentro del refugio del estudio y lejos de los ojos del mundo, algunos artistas se entregan a la obra con impaciencia, casi con un sentido de urgencia, mientras que otros lo hacen con mayor serenidad, dedicándose incluso durante años a una sola imagen. Existen pintores emotivos y otros más cerebrales. Hay quienes se aferran a una temática o técnica recurrente y otros que exploran constantemente nuevas ideas y maneras. Las técnicas también juegan un papel crucial en los tiempos y procesos de la pintura. Un óleo directo demanda diferentes ritmos y métodos que un óleo en veladuras o una acuarela o un acrílico. El dibujo a punta de lápiz generalmente suele ocuparse de tamaños más pequeños y exige una mayor minuciosidad. Y en ocasiones los formatos pequeños absorben más tiempo, energía y material que los grandes. Hay tantas maneras de pintar como pintores: cada uno recorre un camino único, descubre su propio pulso creativo.

Y sin embargo, es inevitable que muchas veces el resultado no se ajuste a lo esperado; la mente suele ir más allá de lo que la realidad puede alcanzar. Personalmente, prefiero fluir en el proceso pictórico, evitando las fórmulas, aunque reconozco que también es válido optar por métodos más sistemáticos. Si alguna vez creí que mediante la destreza y el oficio podía llegar a controlar la pintura, cada vez tengo más claro que, en el mejor de los casos, puedo acercarme pero rara vez llegar a la obra preconcebida. Es la propia pintura la que marca el camino y mi trabajo –desde una técnica adquirida– es escucharla, sentirla, dejarla ser. A veces, inmerso en un golpe de hibris, uno puede alucinar y pensar que la pieza es mejor de lo que en realidad es, solo para que el tiempo revele sus limitaciones. También ocurre lo contrario. En ambos casos, la distancia –tanto física como temporal– arroja realidad. Únicamente en una ocasión logré pintar una obra que coincidía exactamente con lo que había concebido, y al terminarla, satisfecho, me di cuenta de que solo había sido un sueño.

Un cuadro se puede descomponer con una sola pincelada de más o de menos, una fuera de tono o colocada en el lugar equivocado. Y más allá de la dificultades técnicas, a veces lo que impide que una pieza se logre es que no sea congruente con un proceso creativo y personal determinado; que no responda a los problemas o inquietudes que se estén explorando desde la pintura en ese momento.

En más de treinta años como pintor, tengo más de mil pinturas en mi haber. Sin embargo me pregunto acerca de aquellas que no llegaron a ser: las que destruí o borré. Más de un bastidor se estrelló contra la pared y muchos papeles se hicieron pedazos. ¡Cuánto tiempo toma construir algo y qué fácil es destruirlo! Esas piezas, invisibles para los ojos externos pero que han determinado el camino hacia lo que sí existe, han promovido la reflexión y el aprendizaje desde el error, el accidente o la sorpresa. Han sido peldaños importantes en un proceso creativo y personal. Bien pudiera ser posible que muchas de esas obras que nunca fueron, producto de una batalla técnica, emotiva, sensible o mental, no necesitaran ser destruidas; quizá solo requerían distancia. El tiempo me ha hecho más ecuánime. Y ante la ausencia de esas obras destruidas o borradas, queda su recuerdo: la frustración y el placer del acto creativo y destructivo, esa contradicción que me interesa profundamente y que he abordado tantas veces en mi trabajo. Es el principio vital: vida-muerte, creación-destrucción.

La pintura es misteriosa y elusiva, y es difícil hablar de ella. A pesar de los miles de manuales, tratados, ensayos, enciclopedias e historias, poner la pintura en palabras siempre se antoja insuficiente. Es demasiado expansiva y libre para definirse. En esa tensión estamos probablemente todos los que amamos la pintura: entre lo interno y lo externo, entre lo que se pretende y lo que se logra, entre las dudas, la frustración y el aprendizaje. Pero, tanto en la pintura como en la vida, como decía Goethe, no llegar es lo que nos hace grandes.