Los humanos somos seres interesantes, extraños y llenos de contradicciones. Somos capaces de pensar más allá de lo que observamos directamente y hacernos preguntas sobre aquellos conceptos abstractos. Al mismo tiempo, y a pesar de ser todos y todas iguales, nos atrae la práctica de diferenciarnos, de crear razas entre nosotros.
Todavía podemos ser más imaginativos: darnos características sobrehumanas, llegando hasta los niveles de la divinidad. Pensemos en faraones, reyes, emperadores e incluso políticos actuales. Diferentes condiciones y contextos, por supuesto, pero rodeados de características extraordinarias que no son otorgadas sino por las mismas sociedades.
A pesar del continuo paso del tiempo lo humano sigue siendo humano… hasta ahora, pero no quiero meterme en transhumanismos o poshumanidades.
Dicho eso, en ocasiones tenemos la necesidad, desde el nivel individual hasta el colectivo, de mirar entre nosotros atributos divinos. Pensemos en los reyes taumaturgos y su poder curativo, que el historiador Marc Bloch analizó en uno de sus más famosos trabajos. La gente acudía a ese rito porque creía en el poder curativo del monarca.
¿Todavía creemos en los atributos divinos del gobernante? Podrá sonar descabellado pensarlo, para muchos, pero en la actualidad es más una cuestión de fanatismo que de una creencia derivada de un contexto. Cuando aconteció el atentado contra Donald Trump sus seguidores más fieles no dudaron en atribuirle un carácter divino a su figura. “La divinidad interfirió para salvarlo”, afirmaron varios.
Su fanatismo ha sido acompañado de un fuerte uso de símbolos cristianos para presentar a Trump como un protector de la cristiandad.
Condición humana
Esta tendencia a idolatrar a ciertos individuos no es exclusiva de un tiempo o lugar. A lo largo de la historia hemos visto cómo figuras políticas, religiosas y culturales son elevadas a estatus casi divinos. La necesidad de encontrar algo superior a nosotros mismos parece ser una constante en la condición humana.
Incluso en sociedades modernas y escépticas persiste esa inclinación a buscar líderes que personifiquen ideales inalcanzables. Tal vez sea un reflejo de nuestras propias inseguridades o un anhelo de pertenecer a algo más grande. Lo cierto es que seguimos aferrados a mitos y símbolos que nos trascienden.
La pregunta entonces no es si atribuimos o no características divinas a ciertos individuos, sino por qué sentimos esa necesidad. ¿Es una forma de encontrar sentido en un mundo cada vez más complejo? ¿O quizás un mecanismo para simplificar la realidad y depositar nuestras esperanzas en alguien más?
Sea cual sea la razón, es evidente que esta práctica continúa presente en nuestra sociedad. Y mientras sigamos buscando respuestas fuera de nosotros mismos, probablemente seguiremos otorgando ese halo de divinidad a aquellos que, de una forma u otra, representan nuestros anhelos más profundos y nos vuelven dependientes de ellos.