LEVA: EL RECLUTAMIENTO FORZOSO DEL SIGLO XIX Y LA REVOLUCIÓN

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Leva

En el México del siglo XIX y los albores de la Revolución existió un mecanismo que estableció una peculiar relación entre el ejército y la sociedad: la leva, ese reclutamiento forzoso que arrancó a miles de civiles para convertirlos en soldados. Luego de la independencia las fuerzas militares mexicanas emergieron como un actor político clave, aunque su profesionalización era más un ideal que una realidad. Ejércitos, milicias locales y guardias estatales, pero su fragilidad quedaba al descubierto en cada conflicto. ¿Cómo sostener un cuerpo armado en medio de guerras civiles, invasiones extranjeras y rebeliones? La respuesta fue tan simple como despiadada: capturar hombres.

Al principio los militares apuntaron a los márgenes de la sociedad: vagabundos, borrachos, aquellos cuya ausencia no generaría reclamos, reclutar a quienes nadie defendería. Con el tiempo la red se extendió a jornaleros y comunidades indígenas en zonas rurales. Las redadas, los secuestros en plazas públicas o caminos se volvieron en algunos de estos métodos.

Las deserciones se multiplicaban y los castigos —desde azotes hasta el fusilamiento— no lograban contener el descontento.

Benito Juárez intentó sustituir la leva con sorteos, un sistema que pretendía ser más equitativo. Sin embargo, la inestabilidad crónica del país y la resistencia de los mandos militares lo condenaron al fracaso. La leva terminó por regresar.

Durante el Porfiriato, cuando el orden parecía llegar, la falta de voluntarios obligó al ejército federal a recurrir de nuevo a dicha práctica. Surgió entonces una pregunta incómoda en periódicos como La Voz de México: ¿servía esta práctica para “limpiar” las calles de indeseables o en realidad armaba a criminales? Un soldado anónimo declaró en 1877: “En el batallón, le ponen a uno presente, voluntario, no siendo esto verdad”.

Contradicciones

Las consecuencias sociales fueron devastadoras. En las comunidades rurales arrebatar a los hombres significaba destruir familias y paralizar economías locales. Los jornaleros, sustento de haciendas y pueblos, eran enviados a cuarteles distantes. Algunos optaban por automutilaciones: preferían perder un dedo antes que empuñar un rifle. La deserción no era solo un acto de rebeldía, sino de supervivencia.

El ejército federal, lejos de ganar respeto, se convertía en símbolo de opresión. Los reclutas, tratados con brutalidad, no sentían lealtad hacia sus superiores. La jerarquía militar se sostenía con miedo, no con disciplina. Y cuando estalló la Revolución muchos de esos soldados forzados se volvieron revolucionarios sin pensarlo dos veces.

La leva también reflejaba las contradicciones de un proyecto nacional. Mientras las élites hablaban de progreso y unidad, el reclutamiento forzoso exponía la fractura entre el Estado y la población. No era un ejército de ciudadanos, sino de prisioneros metidos ahí por delitos y a la fuerza. El testimonio de un desertor citado en la prensa de la época lo resume: “Me llevaron esposado; ni siquiera pude despedirme de mi madre”.

Aunque el fin de la Revolución marcó el declive de esta práctica, su huella perduró. La leva alimentó desconfianzas y las resistencias se manifestaron en aquellos que desertaron, se rebelaron o se unieron a la lucha revolucionaria: su resistencia fue también un reclamo por dignidad.

La historia de la leva es, en el fondo, la historia de un fracaso. Un ejército frágil y poderoso a la vez, una de las principales instituciones del siglo XIX que se pudo mantener mediante el reclutamiento forzoso.