El arte es largo, pero la vida es breve. Existe un mito según el cual la obra de un artista cobra su justo valor después de su muerte. Sin embargo, esto no suele ocurrir de forma espontánea. Si en vida del artista hubo un trabajo deliberado y consistente de generación de valor, así como una comunicación adecuada del mismo, hay más posibilidades de que esa labor tenga continuidad. Si en cambio, no se hizo tal esfuerzo mientras el artista vivía, es improbable que se den las condiciones necesarias para dar valor a su obra después de que haya muerto. E incluso cuando la obra se haya posicionado y legitimado en vida del artista, corre el riesgo de desvanecerse en el olvido a menos de que exista de por medio el interés y conocimientos adecuados para continuar un legado.
La labor de Johanna Van Gogh ilustra un caso significativo de los alcances que puede tener la construcción de un legado artístico post mortem. El fenómeno de Vincent Van Gogh tal como lo entendemos hoy, se origina en el efectivo trabajo de generación de valor que llevó a cabo su cuñada (en continuidad de la labor de promoción que había iniciado su marido, Theo) y que se apuntaló posteriormente y creció exponencialmente gracias a la lógica del mercado capitalista. Y es que hay contextos ideológicos, socioeconómicos y geográficos que contribuyen a abanderar a ciertos artistas y sus legados. Es por ello que el rescate póstumo, por demás meritorio y necesario, de la obra de decenas de mujeres artistas cobra pleno sentido en el contexto actual. Destaca el ejemplo de Hilma af Klint, artista ignorada por décadas cuya obra se mostró por primera vez en 1986, más de 40 años después de su muerte, pero que recibió verdadero reconocimiento hasta el 2019, año en que se hizo una exposición individual de su trabajo en el Guggenheim de Nueva York, misma que recibió más de 600,000 visitantes convirtiéndose en la muestra más visitada de la historia del museo.
En contraste, la historia del arte mexicano está repleta de artistas que tuvieron destacadas carreras y que hoy son prácticamente desconocidos o insuficientemente valorados. Basta revisar muchas de las colecciones de arte nacional o echar un vistazo a las obras que salen a la venta en subastas públicas para encontrarse con un sinnúmero de artistas de quienes apenas se conoce información biográfica básica y de los cuales solo quedan piezas aisladas, sin publicaciones, revisiones o exposiciones relevantes.
Y es que la calidad de la obra de un artista no garantiza un legado. En cambio, la labor de construcción de valor artístico pasa, en primer lugar, por la conservación física de las obras, así como por la comunicación de los valores contenidos en ellas y la consecuente sensibilización de generaciones presentes y futuras mediante exposiciones y publicaciones; requiere de una permanente y profesional labor de ordenamiento, administración, investigación y legitimación, en ocasiones materializada en catálogos razonados o en un sistema de verificación de autenticidad. Lo anterior implica la creación de condiciones para la consolidación de un mercado. El objetivo debiera ser, en última instancia, la creación de un aparato de generación de valor que no solo trascienda al propio artista sino a los continuadores de su legado.
Para todo ello se requiere capital material y humano, el cual sin duda alguna es difícil de obtener y mantener. A menudo el desconocimiento, desinterés o falta de capacidad de los descendientes de los artistas (en quienes recae con frecuencia este tipo de responsabilidades) da pie a todo tipo de esquemas oportunistas y al manejo inadecuado, ineficiente o inexistente de sus legados. Por el contrario, cuando un legado se construye de manera efectiva, se integra en la identidad colectiva, pasa a formar parte del “somos”.
Un legado artístico se teje hacia el futuro, por naturaleza incierto y desconocido y es por lo tanto, frágil. El legado de un artista no es sinónimo de fama. Es, en todo caso, la consecuencia del impulso humano de querer trascender la propia mortalidad; de valorar, preservar y compartir el arduo trabajo que hay detrás del acto creativo; es el deseo, quizá ilusorio, de que la obra de arte pueda extenderse al menos en alguna medida, más allá de la vida misma.