Las recientes elecciones en Venezuela son un claro reflejo de la crisis democrática, económica y social que atraviesa ese país: desde hace años ha sido el epicentro de una tormenta perfecta donde la democracia ha sido debilitada sistemáticamente, la economía ha colapsado y la sociedad se encuentra en un estado de constante tensión y desesperación.
El actual contexto electoral de Venezuela ha estado marcado por la manipulación y el control casi total del régimen sobre todo el proceso. Las denuncias de irregularidades, la falta de transparencia y la intimidación hacia la oposición son moneda corriente. Nicolás Maduro, heredero de Hugo Chávez y quien lleva 13 años en el poder, fue declarado vencedor de las elecciones presidenciales del 28 de julio por el Consejo Nacional Electoral (CNE) con 51.2% de los votos frente a 44.2% de su principal oponente, el exdiplomático Edmundo González Urrutia.
Pero el chavismo, bajo el liderazgo de Maduro, es un flagelo que se instauró décadas atrás y desde entonces ha mantenido una fachada democrática mientras desmantelaba las estructuras que sostienen una verdadera democracia.
Las elecciones se han convertido en un mero instrumento de legitimación más que en una expresión genuina de la voluntad popular. Al restringir la competencia electoral, controlar los medios de comunicación y reprimir cualquier forma de disidencia, el régimen ha asegurado su permanencia en el poder a pesar del creciente descontento popular. Hoy en día el saldo de la represión violenta a las manifestaciones tras los resultados electorales es devastador con 16 muertos y más de mil 500 detenidos, mismos que se suman a las filas de los más de 300 presos políticos que el chavismo mantiene tras las rejas.
En el ámbito económico Venezuela ha experimentado una de las peores crisis de su historia. La hiperinflación, la escasez de productos básicos y el colapso de los servicios públicos han dejado al país en ruinas. Millones de venezolanos han emigrado en busca de mejores condiciones de vida, creando una diáspora que evidencia la magnitud del colapso interno. A esto se suman la inseguridad alimentaria, el acceso limitado a servicios de salud y la constante violación de derechos humanos, que generan una atmósfera de desesperanza.
La crisis migratoria derivada de esta situación ya suma más de siete millones de venezolanos y tiene un impacto significativo no solo en los países vecinos, sino también en aquellos más lejanos, como México. La migración venezolana ha aumentado considerablemente y nuestra nación se ha convertido en un punto de tránsito y, en muchos casos, de destino para miles de venezolanos que huyen de la crisis.
Una ilusión
Pero la tragedia venezolana es tan solo uno de los tantos rostros de la reciente oleada antidemocrática que recorre el mundo.
Los autócratas del siglo XXI ya no llegan al poder por la vía militar, sino que utilizan herramientas democráticas para alcanzar la cima y una vez ahí desmantelan las instituciones y restringen las libertades.
Y sí, la comunidad internacional no debe permanecer indiferente.
Habrá quien tenga la ilusión de que lo que ocurre en Venezuela no le afecta. Pero es solo eso: una ilusión. Sobre todo porque hoy en día la crisis humanitaria más grande del planeta es la crisis de inmigración con más de 110 millones de personas forzadas a huir de sus casas por diversos conflictos.
El laberinto venezolano dejó de ser anecdótico hace mucho tiempo.