La repentina huida de Bashar Al-Assad y la toma de Damasco por una coalición de grupos rebeldes encabezada por la organización Hayat Tahrir al-Sham (HTS) marcan un punto de inflexión en la historia contemporánea de Siria, pero esta victoria no garantiza estabilidad ni unidad.
Siria sigue siendo un país profundamente fracturado por líneas sectarias, étnicas y políticas, un desafío histórico que incluso en tiempos de paz ha dificultado la formación de un gobierno nacional unificado.
HTS, aunque victorioso, hereda un territorio fragmentado y un tejido social desgarrado por 13 años de guerra civil. Este panorama invita a pensar que sin una estrategia clara y el apoyo de actores internacionales clave el país podría caer nuevamente en el caos, convirtiéndose en terreno fértil para nuevos conflictos internos, guerras de poder o, peor aún, gobiernos encabezados por grupos extremistas.
Este momento decisivo exige un esfuerzo concertado tanto dentro como fuera de Siria. Es crucial establecer un gobierno interino en Damasco, respaldado por una coalición que reemplace a los antiguos actores pro Al-Assad con un frente amplio que incluya a la Unión Europea, Turquía, Estados Unidos, Catar y Arabia Saudita. Este enfoque no solo permitiría reconstruir el país desde sus cimientos, sino que también podría sentar las bases para un nuevo orden regional, particularmente en un contexto marcado por la guerra entre Israel y Hamás y las tensiones crecientes entre Irán y Occidente.
En la Siria actual más de 14 facciones armadas y grupos paramilitares luchan por el control de zonas estratégicas. Desde el Ejército Nacional Sirio, respaldado por Turquía, hasta las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), lideradas por kurdos y apoyadas por Estados Unidos, cada grupo tiene sus propios intereses políticos, étnicos y religiosos.
A esto se suman las milicias chiitas respaldadas por Irán, remanentes del Estado Islámico (EI) y facciones tribales locales. Esta fragmentación territorial y política dificulta la posibilidad de unificar al país bajo una sola bandera.
Reimaginar
El desafío más inmediato será evitar que estas facciones entren en una competencia sangrienta por el poder, un escenario que, como se vio en otros conflictos, podría perpetuar la violencia y convertir a Siria en un mosaico de zonas de influencia controladas por actores nacionales e internacionales.
Sin un esfuerzo diplomático coordinado para desarmar a estos grupos o integrarlos en un proceso político la caída de Al-Assad podría ser simplemente el preludio de una nueva fase de la guerra.
Por otro lado, la crisis humanitaria de Siria, simbolizada por el éxodo de millones de refugiados, continuará siendo un desafío global. Más de 6.8 millones de sirios permanecen desplazados fuera de sus fronteras y otros seis millones están desplazados internamente. Aunque el fin del régimen de Al-Assad podría dar esperanza a algunos, las condiciones de inseguridad y el colapso de la infraestructura dificultan un retorno masivo a corto plazo.
La caída de Al-Assad no es garantía de éxito para la revolución siria. Si algo nos ha enseñado la Primavera Árabe es que el derrocamiento de un régimen autoritario no necesariamente lleva a la democracia o a la estabilidad. En países como Libia, Egipto y Yemen las esperanzas iniciales de liberación se desvanecieron rápidamente entre luchas internas, intervenciones extranjeras y el resurgimiento de regímenes represivos.
Este es el momento de reimaginar no solo a Siria, sino el papel que podría jugar en un Oriente Medio que clama por paz.