El director sueco Magnus von Horn se adentra en la crudeza de la posguerra con La chica de la aguja, un filme implacable que desde su inicio niega cualquier consuelo o alivio.
Con base en la historia real de Dagmar Overbye, transcurre en la Copenhague de 1920 un escenario inhóspito marcado por la Primera Guerra Mundial y la marginación de mujeres que como Karoline (Vic Carmen Sonne) sobreviven al borde de la desesperación.
La comparación con Beanpole, de Kantemir Balagov, no es fortuita: ambas retratan tragedias femeninas en entornos opresivos, donde el sufrimiento se despliega con crudeza. Sin embargo, mientras Balagov ofrece un atisbo de humanidad, Von Horn elige un descenso que parece no tener retorno posible.
La trama sigue a Karoline, una joven embarazada que tras ser rechazada por Jørgen (Joachim Fjelstrup), su amante rico y cobarde, enfrenta la indiferencia de un entorno despiadado. Sin apoyo y sin lugar a donde acudir se encuentra con Dagmar (Trine Dyrholm), quien promete ayudarla a cambio de dinero, asegurando que encontrará un hogar para su bebé.
Sonne ofrece una interpretación desgarradora, llena de resignación contenida, mientras que Dyrholm destaca con su retrato de frialdad disfrazada de bondad. Este enfrentamiento actoral, tan sutil como potente, es uno de los puntos más sólidos de la película.
Visualmente, Von Horn ofrece un espectáculo sombrío y asfixiante gracias al trabajo de Michał Dymek. Las sombras y callejones de Copenhague se sienten opresivos y claustrofóbicos, como si cada rincón ocultara una amenaza latente. La cámara se mueve con precisión quirúrgica, capturando la desesperación de sus personajes. El diseño sonoro de Frederikke Hoffmeier, con sus disonancias constantes, refuerza esa atmósfera inquietante que impregna cada escena.
Brutalidad
Narrativamente, La chica de la aguja se despliega con un ritmo pausado, pero inexorable, arrastrando al espectador hacia un desenlace tan sombrío como inevitable.
Von Horn no ofrece esperanza alguna; su propuesta es rigurosa y devastadora. La estructura recuerda a cuentos oscuros de Andersen, pero aquí no hay moralejas o consuelos. La brutalidad y la indiferencia no permiten transformación alguna, sino que se imponen con fuerza sobre Karoline y quienes la rodean.
La chica de la aguja desafía al espectador con su dureza, sin suavizar su contenido. Von Horn demuestra ser un director dispuesto a incomodar, privilegiando la autenticidad sobre concesiones comerciales o melodramáticas.
Como en Sweat, Von Horn explora la vulnerabilidad humana sin filtros, exponiendo heridas sin prometer curación. Es un cine que duele, pero necesario, que evidencia cómo las estructuras de poder condenan a quienes viven en los márgenes.
Dónde ver: MUBI.