Al pensar en un proceso histórico rara vez se dimensiona la violencia que estuvo presente a gran escala y de manera tan pública durante los años que aconteció. La Independencia, conmemorada como una lucha épica llena de héroes patrióticos, es recordada con gran orgullo por el gobierno y la sociedad. De eso no hay duda: sus figuras son representadas con altos honores por ser quienes pelearon contra el dominio español, trayendo así la soberanía al territorio... sin entrar todavía en los problemas que vinieron después, claro.
Lo que no se menciona, o rara vez se cuenta, es la violencia. La muerte rondó por México (todavía Nueva España) y no de una manera heroica; esa llegó después con los discursos. La sociedad novohispana tuvo que soportarla mientras decidía cómo se posicionaría frente al conflicto. Solo hay que mirar el fin de su principal héroe: Miguel Hidalgo.
Muchos sabrán que Hidalgo fue fusilado al terminar la primera etapa de la lucha independentista, pero pocos que su cabeza, junto con las de Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, fue expuesta en la Alhóndiga de Granaditas. Estuvieron ahí hasta 1821, cuando fueron retiradas. Por casi diez años la gente que pasaba por ahí podía mirar las cabezas de los futuros héroes de la Patria.
Un destino similar compartieron otros insurgentes cuyos cadáveres eran expuestos ante el público como advertencia.
De esa cruda realidad del conflicto poco se conoce. Los registros históricos muestran que la violencia fue un componente integral del movimiento independentista, manifestándose en múltiples formas y afectando a diversos sectores de la sociedad novohispana. Desde las ejecuciones públicas hasta las represalias contra civiles, estos actos de violencia no fueron solo incidentes aislados, sino parte de estrategias más amplias empleadas tanto por insurgentes como por realistas.
Gloria y barbarie
La violencia colectiva por parte de los insurgentes y la represiva de los realistas dio lugar a un periodo de masacres, ejecuciones y muertes. Los cadáveres llenaron algunos espacios, como ocurrió con los cientos de cuerpos de gachupines y criollos civiles durante la matanza de la Alhóndiga de Granaditas a finales de septiembre de 1810.
Algunas de estas expresiones de violencia servían a diferentes objetivos, desde venganzas personales hasta mecanismos más complejos de organización propios de una campaña militar.
Estas violencias no fueron simples notas al pie en la gran narrativa de la libertad. La violencia es la sombra omnipresente de todo conflicto para la historia. Pensarla es un desafío a la manera en que se conmemora el pasado. ¿Acaso se puede separar el triunfo de la tragedia, la gloria de la barbarie? Esta pregunta persiste, inquietante y necesaria.
Esa compañera indeseada pero innegable de la Independencia y de todo proceso histórico que vivió el país, desafía a repensar no solo cómo se recuerda, sino cómo se construye el pasado. Porque parece que se hace igual a una película con clasificación B. Se trataría, entonces, de un secreto oscuro que se oculta.
La violencia, lejos de simplificar la narrativa histórica, la complejiza, añadiendo capas de significado y cuestionamiento que exigen una reflexión más profunda. En última instancia, su presencia en la historia puede servir para entender que el pasado de la nación lo tejieron la gloria y la infamia.