JUAN SOLDADO, EL PRESIDENTE Y LA VIOLENCIA COLECTIVA

“La idea del castigo y el temor a la impunidad”.

Ignacio Anaya
Columnas
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Juan Soldado

Hace tiempo escribí en este medio sobre Juan Soldado (cuyo nombre real era Juan Castillo Morales), un militar sentenciado a muerte por violar y asesinar a una niña de ocho años, Olga Camacho. Con el tiempo, dicho personaje se transformó en una suerte de santo local en Tijuana y en la región fronteriza.

El historiador Paul J. Vanderwood ofrece un análisis detallado de este suceso en su obra Juan Soldado: violador, asesino, mártir y santo (2004). Sin duda se trata de un caso que intriga y despierta interés por sus peculiares tonos.

Como suele ocurrir, en la historia existen múltiples maneras de interpretarlo y en este caso trataré lo que fue el intento de lincharlo, un suceso que permite acercarse a la relación población–autoridad desde la figura de dicho personaje.

En febrero de 1938 cientos de personas intentaron irrumpir en la cárcel donde se hallaba recluido Juan Soldado. Aunque no lograron su objetivo, este incidente evidenció la desconfianza social hacia las instituciones encargadas de impartir justicia. Surgían entonces dos elementos clave: la idea de castigo en la población y el temor a la impunidad.

Para muchos tijuanenses existía la percepción de que el estatus militar de Juan Soldado le permitiría evadir un castigo ejemplar, limitándose quizás a la simple reclusión carcelaria. Por aquel entonces, en el México posrevolucionario, se registraron varios linchamientos dirigidos contra asesinos, a diferencia de las motivaciones contemporáneas, más vinculadas al robo.

La socióloga Gema Kloppe-Santamaría señala en su obra In the Vortex of Violence. Lynching, Extralegal Justice, and the State in Post-Revolutionary Mexico (2020) que durante el periodo posrevolucionario quienes linchaban consideraban su acción proporcional al delito, un castigo ejemplar, dada la percepción de un Estado que no podía garantizar tal justicia.

Ley fuga

A pesar de que la población dudaba de la capacidad de las autoridades locales para asegurar justicia, ello no implicaba que se percibiera al Estado en su conjunto —y mucho menos al Ejecutivo federal— como entes débiles.

Para apaciguar a la multitud deseosa de linchar a Juan Soldado, el general de la zona prometió, según reportó The New York Times, que haría una solicitud personal al presidente Lázaro Cárdenas para obtener una orden especial de ejecución contra el acusado. La gente cedió, permitiendo al Estado llevar a cabo el procedimiento legal. Finalmente, se aplicó la llamada “ley fuga” a Soldado, ante la aprobación de una sociedad que anhelaba su muerte.

El presidente se convirtió en la última instancia, la autoridad máxima a la que se acudió para garantizar justicia. Esta función resuena con las reflexiones de Daniel Cosío Villegas en El sistema político mexicano (1972) cuando destaca que el presidente fungía como árbitro final en los conflictos entre gobernantes y gobernados.

La figura presidencial se levantaba, pues, como el juez supremo, mostrando la relación entre la desconfianza en las autoridades locales y la legitimidad del Poder Ejecutivo federal.

Ahora bien, el fenómeno del linchamiento en México admite diversas aproximaciones según las preguntas que se le formulen. En este breve texto mi propósito fue examinarlo desde la perspectiva de la figura presidencial y el poder, a partir de un caso que así lo permitía. Tal violencia colectiva obedecía —¿todavía lo hace?— a una de las tantas maneras de articular las relaciones entre gobierno y ciudadanía.