LA INDIFERENCIA DEL MUNDO

“Cuestionamientos cuyas respuestas parecerían obvias”.

Juan Carlos del Valle
Columnas
Juan Carlos del Valle, Autorretrato, 2009, óleo sobre tela, 30 x 40 cm

El vandalismo artístico no es nada reciente ni específico de nuestra era. Por ejemplo, La Venus del espejo de Velázquez fue acuchillada por una sufragista en 1914; La Mona Lisa de Leonardo, la pintura más famosa de todos los tiempos, ha sido vandalizada muchas veces y por diferentes motivos, en 1956, 1974 y 2009; El Pensador de Rodin fue víctima de una bomba en 1970; La Piedad de Miguel Ángel fue golpeada 15 veces con un martillo en 1972; un hombre pintó un mensaje político con graffiti sobre la superficie del Guernica de Picasso en 1974; y La Ronda de Noche de Rembrandt ha sido repetidamente vandalizada, en 1911, 1975 y 1990, entre muchas otras obras artísticas y arqueológicas.

Y es que el vandalismo ha sido históricamente inherente a las obras de arte, ya sea motivado por protestas políticas, mero saqueo o simplemente por un afán destructivo. Lo que sí es novedoso y propio de estos tiempos es la proliferación de ataques –38 contabilizados solamente en 2022– dirigidos a famosas obras de arte por parte de activistas ecológicos, que no buscan como tal la destrucción de las piezas, sino la viralidad que pueden lograr sus mensajes desde estos asaltos, el más reciente de los cuales ocurrió hace apenas unos días en contra de una pintura de Monet en el Musee d’Orsay.

Una consecuencia lógica y esperada de este fenómeno, sumado a la explosión del turismo cultural que en algunas grandes ciudades ha alcanzado números insostenibles, es el refuerzo del personal de seguridad en los museos o la imposición de barreras físicas que entorpecen la experiencia contemplativa del arte, intimidan y alejan al espectador y en ocasiones incluso hacen que sea imposible un encuentro visual mínimamente adecuado, como en el caso de la Mona Lisa en el Louvre.

Las intervenciones de los activistas ecológicos plantean cuestionamientos cuyas respuestas parecerían obvias: ¿nos importa más preservar la integridad de una obra de arte que la vida? ¿De que sirve el arte si no tendremos comida para el año 2050? ¿De qué, si en un futuro próximo los artistas ya no podrán seguir trabajando? El valor de cualquier cosa palidece ante la perspectiva de ver la subsistencia misma del planeta y de nuestra especie amenazada. Y así, estas acciones reivindicativas ponen en evidencia un proceso gradual: el demérito de aquello que en el pasado se consideró sagrado, como el arte. Atentar contra obras de arte conocidas y amadas, invaluables no solo económicamente sino por lo que representan para la humanidad, revela el deterioro de la relación entre el ser humano y el arte.

Ya en los años 70 Ernesto Sábato hablaba del arte como una de las únicas posibilidades de expresión auténtica en momentos de crisis; creía que en el arte, el hombre está totalmente y como tal podía constituirse como la reivindicación ante la deshumanización, la tecnolatría y la destrucción del mundo natural. En cambio, el arte de nuestra era al igual que el hombre, se ha cosificado y paradójicamente quienes buscan proteger la naturaleza no están recurriendo a la elevación de conciencias desde el arte, sino a su daño o destrucción, aunque sea simbólica.

Y estas protestas en favor del medio ambiente, que son más impopulares que efectivas, se unen a la indignación global de quienes claman por un mundo más justo y más libre, en donde no quepa el sufrimiento y la muerte de inocentes, el borramiento de civilizaciones enteras en aras de servir a los intereses de una poderosa minoría. Frente a estos reclamos la cúpula es inamovible: nada cambiará y a menudo, a pesar de afirmar lo contrario, no queremos que cambie pues el supuesto mundo libre se erige sobre los hombros de los más desprotegidos. Y hasta ahora, la historia nos ha enseñado que el arte sobrevive a los humanos, sus ideologías y guerras; a su miseria y también a su grandeza.