HABITUARSE AL HORROR

Juan Pablo Delgado
Columnas
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HORROR

Hay una máxima que define perfectamente a la condición humana: “A todo se acostumbra uno”. Esta pizca de sabiduría popular se aplica en lo general a situaciones de la vida cotidiana. Por ejemplo, aquí en la CDMX uno se acostumbra a vivir entre basura, contingencias ambientales, banquetas desmadradas, servicios públicos deficientes y el silbido asesino de los vendedores de camotes a quienes —como diría don Carmelo en Los Olvidados— “¡ojalá los mataran a todos antes de nacer!” Estoy divagando…

De acuerdo con la neurocientífica Tali Sharot (University College London y MIT) la razón subyacente que explica lo anterior “es una característica biológica fundamental de nuestro cerebro: la habituación”; o dicho de otra manera, “nuestra tendencia a responder cada vez menos a cosas que son constantes o que cambian lentamente”.

Sin embargo, como indica en un reciente artículo en The New York Times (en coautoría con Cass R. Sunstein, profesor de Derecho en Harvard), el problema de esta habituación es que puede aplicarse a prácticamente todo, incluidos los peores crímenes y abusos en nuestra sociedad.

Según los autores, “las personas se habitúan a las mentiras y a la deshonestidad. Las personas se pueden habituar a la crueldad. Las personas pueden habituarse al horror”.

La clave de esta habituación está en el proverbial “incremento gradual”: todos reaccionamos ante los cambios bruscos en nuestra rutina o cotidianidad, pero todos podemos habituarnos a las cosas cuando cambian de manera escalonada.

Excesos

Si la llevamos a la esfera pública, esta habituación se percibe en la tolerancia que hemos desarrollado hacia los peores abusos de nuestros políticos; siempre y cuando cada una de sus ilegalidades, cada mentira y cada crimen sea solo un poquito peor que el anterior.

Esto nos suena muy familiar en México porque es nuestro pan de cada día. Nos hemos habituado a los peores excesos de nuestra clase política, a sus mentiras, a sus “otros datos”, a su opacidad y a su tergiversación de la ley.

Pero esto no es una característica única de los mexicanos. En todo el mundo observamos cómo la sociedad es víctima de esta habituación política. En Estados Unidos la actitud errática de Donald Trump pasó de ser una novedad macabra a un mal chiste y ahora está nuevamente en el primer lugar de las preferencias electorales. En Rusia, Vladimir Putin poco a poco fue cincelando las libertades de su país y ahora todos los aspectos de la vida pública se encuentran bajo su tiranía. Algo similar ocurrió en Venezuela, donde un abuso tras otro del régimen chavista fue creando una de las peores crisis humanitarias del mundo; o en Hungría, donde su sistema democrático se fue gradualmente erosionando hasta convertirse en el arquetipo de un gobierno antiliberal. Los ejemplos son incontables…

Lo importante aquí es reconocer —como indican Sharot y Sunstein— que estas degeneraciones nunca suceden súbitamente. En todos estos procesos hay cientos o miles de pasos, muchas veces imperceptibles o apenas perceptibles, que van “preparándote para que no te escandalice el siguiente paso”.

La buena noticia es que no todo está perdido. Los mismos autores indican que en todas las sociedades existen personas consideradas “emprendedores de la deshabituación”. Aquellas “que no se han acostumbrado a los males de su sociedad; que ven a la maldad como lo que realmente es y la denuncian para causar una deshabituación en los demás”. Los casos más famosos son conocidos por todos: Alexei Navalny, Malala Yousafzai, Rosa Parks, Gloria Steinem, Nelson Mandela…

Aquí en México hemos caído en una espiral de cinismo que ha vaciado nuestra cantera de “emprendedores de la deshabituación”. Es por esto que debemos siempre encumbrar y celebrar a todos aquellos que en contra de su bienestar personal, económico o físico hacen lo posible por recordarnos que los crímenes y abusos de nuestros políticos jamás deben tolerarse. Son ellos los que nos recuerdan que no podemos acostumbrarnos a vivir en un muladar y que nunca —¡nunca!— debemos habituarnos a nuestro horror cotidiano.

¡Salud, ahí!