HISTORIAS DEL CLÍTORIS (15)

Mónica Soto Icaza
Columnas
Culpa

Los clítoris existimos. Somos amados. Somos odiados. Somos temidos. Somos venerados. Nacemos, como el sístole y diástole del corazón, como los párpados, como los poros despiertos de la piel, como el repiquetear del martillo del oído con los sonidos, al mismo tiempo que nuestras poseedoras.

Los clítoris existimos para el placer; para recordar que problemas van, problemas vienen, pero nosotros somos fuentes de alegría; para dejar evidencia de que esta vida vale la pena.

Aunque a veces les enseñan a ignorarnos con el argumento de que las sensaciones que provocamos son pecaminosas y, entonces, en vez de provocar placer, provocamos culpa; a veces culpa con duración de por vida. A veces logramos, con esa capacidad innata de seducción, que nuestras dueñas recuperen el derecho a acariciarnos para gozar de la única función para la que existimos.

No habla mucho de ello, pero Mónica también pasó por la etapa de remordimientos por la fruición entre sus muslos. Así como lo oyes, así de libidinosa y traviesa como es, y en algún momento de su historia tuvo miedo del regocijo que le provocaba su cuerpo.

Sucedió cuando yo jamás había conocido los dedos de hombre alguno y Mónica jamás había visto un miembro viril, sino solo otro como yo, el de su mejor amiga de infancia. Así que ya ves, puedo decir con orgullo que Mónica conoció primero a otro de los míos. Claro que a ella eso no le causa orgullo, y mucho menos le causó orgullo en aquellos tiempos; ya te imaginarás la angustia que vivió la noche correspondiente al día en que su amiga y ella se exploraron las entrepiernas con la curiosidad infantil del hallazgo de esas sensaciones inverosímiles, mezcla de corriente eléctrica, calores súbitos y dulzura inusitada. A pesar del encanto, a pesar del asombro, no tuvimos ningún orgasmo.

Culpa

Después de la aventura a los ocho años sobre la cama infantil de su amiga de ocho años —amiga con quien igual a los ocho años empezó a fumar y dejó de fumar, a los ocho años— la relación entre Mónica y yo entró en una fase de guerra fría, con tensiones diplomáticas, una calma demasiado forzada, ley del hielo y distancia emocional. No nada más conmigo, sino con el total de la superficie de su piel, en especial los pezones, las nalgas, el cuero cabelludo, la cintura, el cuello, el espacio debajo de las orejas, las corvas, la sangradura y las plantas de los pies. Ellos y yo nos convertimos en motivos de angustia existencial.

La culpa tomó forma de insomnio, de pensamientos intrusivos, de opresión en los pulmones, de arrepentimiento, de terror por el castigo que le esperaba por haber traspasado los límites de la moral, de sentirse sucia por haber tocado y haberse dejado tocar. Como si a los ocho años le hubiera surgido de las entrañas por generación espontánea un ser perverso.

Pasaron las madrugadas, los fines de semana, las fiestas, los cumpleaños. No nos dirigimos la palabra ni el tacto hasta que, por fortuna, en primero de secundaria Mónica hizo una audición para formar parte del equipo del concurso interescolar de baile, ganó su sitio y en uno de los entrenamientos de abdominales, gracias a Afrodita, a Inanna, a Venus, a Astarté, a Ishtar, a Ixhel, a Xochiquetzal y a todas las diosas del amor, descubrió los orgasmos.

Una cosa llevó a la otra y en el sueño de una noche de verano la desperté con una cosquilla inefable y tanta humedad en las bragas, que se nos volvió costumbre compartir minutos de diálogo y juegos casi de manera cotidiana.

Así vencí por knock out y Mónica y yo reanudamos la relación diplomática, de amistad y de complicidad que ha hecho que nos amemos tanto.

Hasta nunca, culpa.