Tenemos sentimientos encontrados hacia los hombres jóvenes, Mónica y yo. No sé si sea brecha generacional, expectativas legado del porno, diferencia de estado mental o convencimiento de que las personas somos objetos de usar y tirar, no comprendo. Aún.
Quizá ver tantos reels de Instagram o videos de TikTok de esas patrañas de hombres alfa y mujeres de alto valor ha arruinado la seducción sabrosa, libre de etiquetas, clases sociales y prejuicios que los nacidos en los setenta y ochenta ya habíamos logrado eliminar —ahora sabemos que solo en apariencia— y no se dan cuenta de que nosotros, los clítoris, somos la parte del cuerpo femenino alfa, de alto valor, independientemente de quién nos toque e incluso de quién nos posea.
Toda esta disertación como preámbulo para contarte la última aventura de Mónica y yo entre los brazos de alguien mucho más joven, mucho: 17 años de diferencia. No te escandalices tanto, a la edad de mi dueña, 45 años, las anécdotas del estilo “hace 30 años yo…” son cada vez más frecuentes, y no es raro que hombres en los veintes fantaseen con señoras de cuarenta y tantos, de buen ver, carácter amable, independencia emocional, económica e ideológica y propensión a la travesura, a quienes seducen de manera tan torpe y tan encantadora que es casi imposible rechazarlos, a menos que sean unos verdaderos patanes.
El susodicho del que te platico es el tercero más de diez años menor que convence a Mónica de empezar el proceso de seducción, aunque nada más dos hayan logrado saludarme en persona. Bueno, casi en persona, porque al parecer la educación sexual masculina no ha cambiado mucho desde 1718 (fecha elegida de forma aleatoria, no comprobable ni bibliográfica ni científicamente, que ilustra el punto de que los clítoris parecemos no ser indispensables para el placer masculino y se puede pasar de nosotros como si fuera nula nuestra existencia. Pero mejor ya no profundizo en el asunto para no parecer un clítoris indignado ni enojado con la vida, con lo bien que nos la hemos pasado Mónica y yo, tan bien que cuando tenía aquellos cólicos infernales antes de la histerectomía, Mónica los aguantaba con una sonrisa inspirada en el recuerdo del placer que la zona adolorida le había proporcionado otras veces).
Intocable
En fin, que divago y divago para contarte la historia de ese muchacho veintisieteañero a quien le pondremos por nombre D, porque, típico, después de insistir, reiterar, persistir, empecinarse, perseverar, obstinarse en un encuentro con Mónica, Mónica al fin le dijo que sí. ¿Qué podíamos perder, además de nuestro valioso y escaso tiempo de recreación?
Fueron a comer, se bebieron ella cuatro y él como seis tequilas Siete Leguas blancos, dobles, elección de él porque mi propietaria es más del estilo Don Julio 70 y, al anochecer, ya flojitos y cooperando por el alcohol, las epidermis de los dedos en contacto por encima de la mesa, yo ya húmedo de anticipación (uso deliberado de lugar común, por lo lugar común de la situación y el desenlace de la situación), se movieron a un motel con luces como estrellas en el techo que abandonaron más rápido de lo que nos tardamos en llegar, haciéndonos confirmar, a Mónica y a mí, una vez más, que los que más alarde hacen de un desempeño sexual incansable son los primeros en cansarse y que, en cuestiones de sexo, experiencia mata a carita.
Quizá, después de todo, sí me convierto, al recordar aquella noche de martes, en un clítoris indignado, enojado con la vida e intocado. Y, por supuesto, intocable para él cuando en unas dos semanas le vuelva a aparecer una foto sexy de Mónica en Instagram y la busque para repetir la aventura.