Era un amor adúltero. Lo supe desde que este fulano puso la punta de la lengua en mi cabeza. En ese instante también supe que era un hombre elocuente, esa manera de articular el discurso hacia el orgasmo no se ve todos los días.
Ese mulato de dientes impecables estaba de paso por la ciudad. Iba rumbo a una de esas convenciones de empresas que más bien deberían llamarse consexiones por la cantidad de conexiones sexuales que surgen cuando mezclas nivel de mar, guiños en el “salud por el departamento de ventas que este año rompió récord” y la sensación de presunta melancolía por volver a una habitación vacía.
Aun así, el señor decidió pasar a visitarnos, a Mónica y a mí, antes de encaminarse a su fin de semana favorito del año: sabe que ya para cuando vuelva a casa llevará más de una historia para vencer al aburrimiento o como inspiración en lances complicados. A mi poseedora no le gusta enterarse de esas aventuras, a ella le gusta jugar a que es la única mujer que esas manos han recorrido con tal destreza, aunque sabe que tal destreza no surge por generación espontánea.
Lo primero en caer fue la camisa de lino blanca, ya muy arrugada por las horas de vuelo, después el cinturón café de hebilla plateada, luego los pantalones beige. Terminó con los calcetines. A Mónica le gusta sentarse a mirar cómo se desvisten sus especímenes; ese individuo en particular, de músculos marcados, espalda monumental y nalgas como caoba le fascina.
Lo único que él le quitó a ella fueron las bragas, lo demás del conjunto de lencería negro con dorado se lo dejó puesto, incluidas las medias hasta los muslos.
Isla desierta
El susodicho bajó a saludarme; tenemos un acuerdo y siempre, después de besar a Mónica durante el tiempo suficiente como para que ella ya se escurra hasta las rodillas, hace una escala para besarme a mí. Me lleva hasta el borde del clímax y cuando ya casi no puedo más, se hace a un lado para succionar el torrente que me rodea. Lo traga como si ese fuera el elixir de su larga juventud.
La banda sonora de esos minutos era Una música brutal. Gotan Project nos ha acompañado en más de una andanza, no sé qué tiene el tango que me hace perder la noción del tiempo, como si se adueñara de mis ideas de tal forma que no puedo pensar por mí mismo y solo me dedico a sentir.
La pierna de él entre los muslos de ella, la mano derecha de ella en la mano izquierda de él; la mano izquierda de ella en la espalda de él, la mano derecha de él en la espalda de ella. Labios en susurro y roce para contar las mil historias pendientes y para satisfacer los mil besos que no se habían dado desde la última vez que danzaron.
El sudor escurrió por la frente hacia el cuello, trazó líneas rectas que desaparecieron en el choque de los cuerpos. Él volteó a Mónica, la recargó de frente sobre el sillón de la sala; lamió la cintura, los omóplatos, las nalgas, hizo que los poros aparecieran en escena. La garganta de Mónica adquirió vida propia. Le separó las piernas, olisqueó la piel a su alcance, estiró un dedo para acariciarme a mí. Supe que su intención era volver a torturarme, divertirse conmigo para luego dejarme al borde de estallar.
Le falló el cálculo y ya no pude contenerme. Las vibraciones comenzaron en mi lugar más profundo, se fueron expandiendo conforme se acercaban a donde pude sentir la calidez de su respiración. Al percibir cómo me endurecí él sonrió, puso a Mónica de frente, volvió a abrazarla y la penetró para llevarla a aquella isla desierta a donde viajan cada vez que hacen el amor.
Ese era un amor adúltero, sí. De los mejores.