Tengo piernas, pero no camino. No doy piruetas, pero robo composturas. Todos saben que existo, pero no todos saben dónde encontrarme. Por fortuna él, el primero de los novios de Mónica en explorarme, sí conocía el camino.
Si yo te contara que la primera vez que me tocó un hombre fue a los 19 años y que mi dueña tocó su primer pene a los mismos 19, seguro no me creerías. Sin embargo, así fue: justo la noche de su fiesta de cumpleaños.
La tarde previa celebró con una reunión en casa a donde acudieron familia, amigos, pretendientes y F, el galán en turno que transmutó en su relación más larga y estable. Ya para esa noche Mónica y F tenían casi un año de novios y jamás habían pasado de tomarse de la mano y darse besos; todavía en aquella época mi inocente poseedora tenía la intención de llegar “virgen” al matrimonio y F respetaba esa decisión.
La fiesta terminó, los invitados se despidieron, los papás y las hermanas de Mónica se fueron a descansar y Mónica acompañó a F a la puerta. Al siguiente día la familia se iría de viaje temprano.
Mónica abrió la puerta. “Todavía no me voy y ya te extraño, ¿sabes?” “Yo también te voy a extrañar, bebé”. Se abrazaron. Diez segundos. Treinta segundos. Un minuto. A ninguno de los dos se le veía la iniciativa de soltar al otro. Una ráfaga invernal les recordó que estaban parados a medio camino entre el vestíbulo y la calle, a la vista de vecinos chismosos o testigos accidentales. Sin soltarse dieron un paso hacia adentro de la casa y Mónica empujó la puerta con el pie para resguardarse del frío y de las miradas ajenas.
F deslizó las manos desde la cintura hasta las nalgas de Mónica. Mónica clavó la cara en el cuello de F, apretó los músculos de la pelvis. F estiró los dedos, presionó ligeramente. Mónica suspiró, el olor a loción junto con el olor de la piel del cuello de F, el calor de la respiración de F en su oído, la hizo volver a estrujarme. Me mojé.
La boca de F encontró la boca de Mónica. La lengua de Mónica encontró la lengua de F. Los dientes de F y los dientes de Mónica coincidieron. La velocidad de la respiración de Mónica y F aumentó y aumentó y aumentó y aumentó. Las manos de F y las manos de Mónica perdieron el pudor, recorrieron el cuerpo del otro, primero sobre la ropa. La respiración de F se aceleró más y se aceleró más y se aceleró más. La respiración de Mónica se aceleró más, se aceleró más, se aceleró más.
Sin remordimientos
Volaron los botones, las braguetas se desabrocharon, hicieron a un lado lo que estorbaba. Fue F quien metió primero la mano en la ropa interior de Mónica; fue F quien nos enseñó a Mónica y a mí, en ese instante, la cantidad de líquido que nuestro cuerpo es capaz de producir, esa sensación dulce del placer perpetrado por alguien que te fascina.
Ya entrada en confianza, Mónica también coló las manos entre la cadera y el resorte de los bóxers de F. El hallazgo de la erección de F desafió a sus conocimientos previos, a su convicción de “virginidad”, a sus ideas sobre las posibilidades de la física.
Mónica puso la mano alrededor del tronco del pene de F, lo apretó suave. Él le respondió acariciándome un poco más rápido. El cerebro de Mónica se debatía entre gozar de esas nuevas sensaciones sin culpa o abandonar el faje por miedo a que los cacharan. En eso estaba cuando de pronto F empezó a temblar y Mónica sintió un líquido caliente en la mano: el primer semen que veía y sentía en su vida.
Desde entonces mi Mónica se transformó en una adoradora del sexo compartido, en una discípula del placer sin remordimientos bajo una premisa, para mí, infalible: ¿cómo va a ser pecaminoso algo que se siente así de bien, así de delicioso, que me hace así de feliz?