La puerta de madera negra era de esas tan hechas para pasar desapercibidas que resultaba sospechosa. Y con razón. Apenas se abrió y Mónica puso un pie en la duela de madera clara, la cruda realidad del mundo transmutó en fantasía celestial: nos esperaban dos manos dispuestas a llevarnos al paraíso.
Te preguntarás cómo me enteré de esos detalles si existo entre los pliegues de la vulva de mi poseedora, pero es que ella iba describiéndole el entorno a su amante en turno; parte de la experiencia consistía en que él tendría los ojos cubiertos con una mascada y Mónica le narraría ambiente y performance; y porque traía una falda tan corta que se confundía con blusa y se quitó las bragas antes de bajar del automóvil.
Los recibió un hombre moreno de bata transparente que dejaba ver el vientre marcado y el falo en descanso; besó a Mónica en los labios y le dio un pequeño y amistoso golpe al amante en el hombro. “Bienvenidos, estoy seguro de que esta no será la última vez que nos vemos”. A Mónica le gustó su seguridad. Y los músculos de su abdomen. Junto a él había una mujer muy blanca, de pelo muy oscuro, pestañas largas y labios color carmín.
Tomaron a Mónica y a su acompañante de la mano. Atravesaron una cortina de seda y un pequeño vestíbulo hacia la habitación para el masaje de pareja, con dos camas muy juntas y el espacio mínimo para una persona entre ellas; una mirando hacia el norte, la de Mónica, la otra hacia el sur.
¿Quieren terminar oral o manual? ¿Cuáles partes del cuerpo no les tocamos? Mientras les hacían las preguntas pertinentes Mónica y su amante se quitaron la ropa.
Y la pregunta final: ¿qué esencia prefieren: lavanda, toronja, árbol del té o té verde? Yo quiero lavanda, respondió Mónica; su compañero de aventura eligió té verde. Las camas estaban tendidas, la temperatura ambiente a 24 grados Centígrados y las manos se posaron en las espaldas.
Mandalas
En cuanto el vientre de Mónica tocó la sábana satinada yo alcancé a ver un fragmento del lugar. La habitación era blanca, tenía tenues dibujos dorados de mandalas y las palabras “paz”, “armonía” y “placer” escritas con letra cursiva. Está de moda espiritualizar el sexo, supongo que así los libidinosos justifican sus calenturas.
Nuca, cuello, espina dorsal, omóplato, cintura, nalga derecha; omóplato, cintura, nalga izquierda. Vuelta a empezar. Cuero cabelludo, orejas. El terapeuta se colocó a uno de los lados de la cama. Estiró el brazo hacia el extremo opuesto. El glande aterrizó en la palma de la mano de Mónica, quien lo masturbó mientras él le acariciaba la espalda. Se cambió de flanco. Situación multiplicada por dos.
El masajista se colocó al pie de la cama para acariciar los pies de Mónica. Plantas, talón, pantorrilla, corvas, muslos, nalgas; lo mismo del otro lado. La segunda vez que subió sentí, ¡al fin!, las yemas de los dedos. Me acariciaron con intensidad ascendente. Mónica ya estaba mojada. El perpetrador del masaje le metió los dedos, también con intensidad ascendente. Yo me erguí hasta que el orgasmo fue inminente.
“Por favor ponte bocarriba”, ordenó. Obedecimos.
Barbilla, cuello, tetas, los pezones en intensidad exagerada. Mónica miró a su izquierda, hacia su compinche de andanza; la mujer de los labios carmín le acariciaba la verga, hacía movimientos circulares en el glande. Mónica estiró el brazo y rodeó el tobillo del masturbado con la mano. A los cinco segundos salió un chisquete de semen y le temblaron las rodillas. Al fin tuvo permiso de quitarse el pañuelo de los ojos.
Salieron de ahí tomados de la mano, felices de haber cumplido una de sus fantasías más esperadas: la del masaje con final feliz.
Y sí.