Con mucha frecuencia los apologistas del gobierno han presentado el juicio de amparo como una aportación singular de México al mundo. Si bien la figura tiene antecedentes en algunas disposiciones previas de México y otros países, se legisló por primera vez en 1841, en la Constitución de la República de Yucatán, de breve vida, gracias al trabajo del jurista Manuel Crescencio Rejón y sus colegas en un Congreso Constituyente.
Los pensadores liberales de otros lugares de México, como el tapatío Mariano Otero, llevaron el concepto al resto del país y lograron que el juicio de amparo se incorporara a la Constitución federal de 1857, de donde pasó a la de 1917.
A partir de la década de 1990, conforme se fue debilitando el régimen de partido hegemónico del PRI y empezó la alternancia de partidos en el poder, el juicio de amparo se fue fortaleciendo. Había un creciente reconocimiento de que los tribunales podían y debían proteger los derechos de las personas ante los abusos de la autoridad. Quizá lo más importante es que los tribunales se atrevieron a otorgar cada vez más suspensiones y amparos a las personas que los promovían, sin temor a las posibles represalias del gobierno.
La reforma judicial de 1994 dio una mayor independencia a los tribunales ante el Poder Ejecutivo. La reforma de 2011, en el gobierno de Felipe Calderón, incorporó los derechos humanos reconocidos en tratados internacionales al orden constitucional y estableció que las normas sobre derechos humanos debían interpretarse de forma tal, que favorecieran la protección más amplia de las personas. Una de las consecuencias de estas reformas fue ampliar los beneficios del juicio de amparo. Ciertos amparos tenían efectos generales, esto es, beneficiaban no solamente a la persona que hubiera promovido el juicio, sino a cualquiera que se encontrara en la misma situación.
Regresivo
El gobierno conservador de López Obrador, molesto por los amparos que detuvieron iniciativas o proyectos suyos, buscó revertir estos avances liberales. Su sucesora, Claudia Sheinbaum, ha seguido el mismo camino. El miércoles 19 de febrero la Cámara de Diputados, controlada por Morena y sus aliados, aprobó una iniciativa que propina un fuerte golpe al juicio de amparo.
Quizá la medida más regresiva es la que elimina la aplicación de efectos generales para los amparos que resuelvan la inconstitucionalidad de leyes generales. Esto significa que aun si los tribunales determinan que una ley viola la Constitución solo la persona que promovió el amparo quedará protegida. El resto de la población, que no tuvo los recursos para pagar a un abogado o no supo cómo hacerlo, tendrá que seguir viviendo bajo las reglas de esa legislación inconstitucional.
Esta es una medida abiertamente reaccionaria. Viola el principio de progresividad establecido en el artículo 1 de la Constitución, porque restringe un derecho del que ya gozaban los mexicanos. El juicio de amparo, tantas veces presentado como orgullo del Derecho mexicano, está siendo debilitado abiertamente por los gobiernos de un régimen que se dice progresista, pero que es realmente regresivo.
Las reformas a la Ley de Amparo promovidas por el gobierno morenista forman parte de un esfuerzo por colocar al Ejecutivo por arriba de los otros dos Poderes de la nación. Son producto de un proyecto que busca centralizar el poder en la Presidencia de la República y el partido del gobierno. Es un retorno a los tiempos del autoritarismo. Ahora no tendremos ni siquiera el amparo para protegernos de los abusos de la autoridad.