Exponer es exponerse, tanto a los halagos como a los juicios. Y durante años creí que una exposición era un fin en sí misma, una meta por derecho propio. Conseguir un lugar para mostrar mi trabajo y poner la obra enfrente del público era un objetivo alimentado en parte por la trampa de querer construir un currículum y en parte por un deseo de legitimación y lo que ella pudiera traer consigo, principalmente ventas. Tiempo después las exposiciones se cargaban de posibilidades y más allá de sí mismas surgía la expectativa de que fueran un medio para otros fines: captar la atención de algún curador interesante o la representación de una buena galería, obtener cobertura mediática, hacer nuevos vínculos, asegurar una próxima y mejor exposición y consolidar un mercado. Sin embargo, después de casi 30 años de carrera y 60 exposiciones, entre individuales y colectivas, me pregunto hoy más que nunca si los propósitos, anhelos y dinámicas de entonces siguen vigentes ahora; me cuestiono, en pocas palabras, cuál es el sentido de exponer.
Y es que los años 90 revolucionaron las dinámicas de las exposiciones de arte poniendo en crisis el modelo convencional de cuadros colgados en las paredes. El boom tecnológico acortó simbólicamente las distancias geográficas y se globalizó un cierto tipo de arte, provocativo, escandaloso y políticamente cargado, propiciado por las guerras culturales, los artistas-celebridad y los grandes cambios que se instauraron respecto de muchas de las viejas normas sociales; se declaró la muerte de la pintura dando lugar a lenguajes y formatos artísticos inesperados y a menudo transgresores. El mundo del arte se convirtió en una industria multibillonaria global con la lógica y el alcance correspondientes.
Las trampas del mercado
Miles de artistas y galerías luchan por subsistir en un mercado hípercompetitivo, voraz y pretencioso. Las exposiciones requieren cada vez mayor producción y un equipo de profesionales más diverso y especializado para siquiera aspirar a figurar entre una infinidad de distracciones y captar la atención de una sociedad sobreestimulada e indiferente, cuya capacidad de asombro está adormecida y que, como un adicto, cada vez necesita más para sentir apenas algo. Esto se traduce en costos cada vez más elevados que frecuentemente son absorbidos por el propio artista expositor, quien no obtiene a cambio ninguna ganancia y, por el contrario, paga por exponer, pero necesita exponer para existir. Así se desdibuja lo que fuera alguna vez el propósito primordial de una exposición de arte, es decir, proveer al artista de un sustento mediante la venta de su obra. Más de una vez he escuchado a diferentes colegas cuestionarse si los pintores podrían o deberían cobrar por mostrar su trabajo al público, de manera similar a lo que hacen los músicos o los actores. Pues más allá de las fotos, los abrazos y las felicitaciones, si exponer es una inversión a menudo sin retorno, ¿es viable, deseable o equitativo este esquema que, por principio, opera en detrimento del arte y de la mayoría de los artistas?
En un mundo casi completamente digitalizado, todo parece factible en los ámbitos de la virtualidad: socializar, hacer negocios, entretenerse, educarse o ver arte. La otra cara de la moneda es, sin embargo, que la presencia humana física enfrente de una obra de arte sea hoy más importante que nunca. Es muy posible que el solo hecho de contravenir un sistema que favorece la frivolidad, la velocidad, las experiencias desechables y la falta de pensamiento crítico dote a las exposiciones de arte de un profundo sentido y desde esa perspectiva, el artista —aun a costa de sí mismo— ejerza una suerte de apostolado. Así, el arte es uno de los pocos instrumentos de rehumanización que nos quedan. Sin embargo, si el artista no puede vivir de su propio trabajo, peligran el ejercicio artístico genuino y la experiencia consecuente que se hubiera generado desde ahí.