Las instantáneas, guardadas en el baúl de los suspiros, evocan capítulos nebulosos: el inspector al acecho de polizones; el espontáneo cantante de “lo-que-guste-cooperar”; la cabeza mugrienta de muñeca en la palanca de velocidades, con perfil tétrico al encendido de la lucecita interior; el altarcito al santo señor de Chalma y el letrero trasero de doble filo: ¡Ay nanita, qué curvas y yo sin frenos!
En la bitácora quedaron a resguardo de la memoria dos películas irrepetibles: Esquina, bajan y Hay lugar para… dos, en común denominador con las andanzas del chofer de chamarra corta y corbata enrolado en las filas de la ruta Zócalo-Xochimilco, con estación en la cárcel por arrollar a un peatón al chorreársele los frenos por las curvas de Katy Jurado.
El cobrador de los 20 fierros del pasaje, entre el vaivén de la banderita del Atlante y el zapatito de la niña colgado del espejo retrovisor, por mal nombre Regalito. De los llanos al oriente de canales, chalupas y una que otra chinampa, al desfile de las haciendas de Coapa, la calzada de Tlalpan, el mercado del Volador y la plancha del Zócalo.
La primera vez llegó sin antesala. Era 1916. Era una huelga de tranviarios, incipiente aún la tracción eléctrica. La adopción, en calidad de salvavidas, de un vehículo Ford T para dar espacio a pasajeros hacinados. Y, vuelta moda la alternativa, cada quien traza la ruta que le convenga.
La opción, ocho años después, previa aparición en escena de la Alianza de Camioneros de México, había dejado atrás la competencia con los tranvías, iniciándose una guerra por el pasaje, cuya virulencia alcanzaría a la joven preparatoriana Frida Kahlo. El encontronazo, tubo al calce atravesándole la pelvis, volvería mártir a la futura pintora surrealista, la paloma que se casó con el elefante.
Cambios
En 1934 había 82 rutas a la conquista de la gran ciudad: 49 de primera, 33 de segunda. Los analfabetos distinguían su camión por colores: verde nilo el Mariscal Sucre; naranja el Tacuba-Panteones; blanco el Peralvillo-Cozumel.
En convocatoria al asombro la “peseta” lanzada a un aparato en forma de embudo al costado del operador devolvía los cinco centavos de cambio o 15 cuando se optaba por el camión de segunda clase.
Los tranvías y trolebuses costaban 20 fierros antes de que llegara la posibilidad del abono semanal: “8.50 cada martes, y a viajar por todas partes”.
El grito se volvió clásico: ¡Azotó la res, áaamonos!, al violento acelerón apenas tocando tierra una de las piernas del pasajero. Ahora que en el relámpago alcanzaban a subir el vendedor de chicles, el merolico con su carga de maravillas, el voceador de los vespertinos o el huelguista que pedía monedas para sostener el movimiento.
En el pase de lista “los chatos” fueron arrollados por los “delfines” y estos por los Ruta 100, cruzando en la larga página los emblemáticos Colonia del Valle-Coyoacán; Juárez-Loreto; Martínez de la Torre-Aviación; Penitenciaría-Niño Perdido; Estrella-La Villa. De la San Rafael al aeropuerto cruzando el Zócalo. De la Alameda a la Martín Carrera pasando por el puente de Nonoalco.
El olor, el sabor, el color de aquellos camiones y aquellos cafres: “¡Ora, méndigo, que no lleva huacales!”