¡ESE MI TOLUCO!

Diez años de brega en cuadriláteros, pulquerías, cantinas y centros nocturnos.

Alberto Barranco
Columnas
barranco-Toluco_Lopez-Biblioteca-Pública-de-Los-Ángeles.jpg

Ídolo invencible, butaca especial en ring side para el presidente Adolfo López Mateos, el pedestal se mantuvo intacto al golpazo en el estómago del Huitlacoche José Medel que provocaría la expulsión del pulque recién ingerido y también cuando la Comisión Mexicana de Boxeo le canceló seis meses la licencia por incumplimiento de contrato.

—¡Ese Toluco es mi gallo!

Dicen que Medel lo perdió todo cuando le ganó por nocaut: la afición no perdona.

José López Hernández, el hijo de un campesino de Real del Oro, Estado de México, el albañil de Toluca que ayudó al acarreo piedra por piedra del Toreo de la Condesa a la zona de Cuatro Caminos, murió a los 46 años. El certificado de defunción se resumía en una sola palabra: cirrosis.

El mote, en recuento a las hazañas callejeras en el barrio bravo de Retama de la capital mexiquense, se lo endilgó el doctor Gilberto Bolaños Cacho, cuyo nombre alcanzaría un tomo y algo más en la historia del boxeo.

La leva al cuadrilátero, en 1953, la empujó el campeón mexiquense de peso gallo Marcelo Reyes, cuyo primer peldaño fue cargarle la maleta para ascender a sparring. Un año de amateur para alcanzar la taquilla.

El cheque mayor a nivel local, 80 mil pesos, le llegó justo por un combate en el Toreo de Cuatro Caminos.

La cumbre se alcanzó (“¡Por el campeonato mundial de peso gallo pelearán doce rounds!”) al derrotar a Fili Nava. La caravana de aficionados le dio tres vueltas al ruedo en hombros, en la chispa que se volvería incendio: “el indio”, “el aborigen”, “ave de tempestades”, “niño de la botella”. El descarriado consentido del respetable.

La leyenda hablaba del no rotundo que le espetó en la cara al promotor griego George Parnasus cuando lo invitó a darse un clavado en tal round, justo el día en que la afición de Los Ángeles lo vio noquear en el round once a Raúl Ratón Macías.

Recuento

Subido en el carro a pretexto del paisanaje, aunque algunos ubicaban su cuna en Guatemala, el presidente López Mateos le regaló una pesada esclava de oro. Los pequeños brillantes cobijaban la propiedad: Toluco.

Casado a los 18 años con Guadalupe Flores, seis hijos en la ruta, esta ya viuda escribiría del sendero de lauros y espinas. El marido que salía de traje y regresaba andrajoso. La veloz quiebra del restaurante El Mariachi abierto a plena plaza de Garibaldi cuando el marido ya ganaba en dólares; el remate de la codiciada colección de relojes y del flamante convertible rojo, con los atentos saludos del gobernador del Estado de México, Salvador Sánchez Celis.

De todo aquello que fue, propinas de 500 pesos, francachelas de 15 días, peregrinaciones cotidianas a la Basílica de Guadalupe para jurar abstinencia parcial de alcohol, solo quedó una casa en San Juan de Aragón.

En lo más nutrido del aplauso la multitud acudía a los entrenamientos en el gimnasio de los baños Lido de la colonia Guerrero y luego leía con avidez las hazañas amorosas del ídolo, sus frases, sus desplantes.

Las lágrimas se escapaban incontenibles cuando un asustado Cuyo Hernández, el mánager, el mentor, el prefecto, tocó por su cuenta la campana para detener la golpiza. Era la arena de Cuautla. Era un desconocido, Ernesto Beltrán, en el hambre del escalón.

Aun así, diez años de brega en cuadriláteros, pulquerías, cantinas y centros nocturnos, el réferi le levantaría la mano al Toluco en su última vez del ring.

El chalán, el aprendiz de albañil media cuchara, el Indio de Oro, tenía 31 años. El recuento apunta 99 victorias, 64 por nocaut, 26 derrotas y cuatro empates. El ocaso lo cubrió como ayudante de una peluquería, es decir, “chícharo”.

¡Eres grande, mi Toluco!