La humanidad es capaz de llegar hasta los niveles más profundos de su composición para justificar sus creencias, ideologías y, sin lugar a duda, violencias. La genética, por ejemplo, la emplean supremacistas blancos con el objetivo de demostrar “científicamente” la jerarquía racial.
Durante el siglo XIX y la primera mitad del XX proliferaron varios postulados científicos que afirmaban que unos grupos humanos eran superiores a otros. No se quedaban en simples ideas o teorías sino que legitimaban acciones como la esclavitud, el exterminio y la esterilización de aquellos indeseados según la comunidad científica de aquel entonces.
Una mirada desde el presente podría calificar tales postulados de seudocientíficos, pero antes no eran eso: eran tan válidos como lo permitía la interpretación de la evidencia. ¿Qué se podía hacer ante la objetividad de la época?
Dentro de estas propuestas se encontraba el poligenismo, el cual sostenía que los seres humanos provenían de distintos orígenes. Para los esclavistas estadunidenses implicaba justificar dicha institución al afirmar que los esclavos eran una especie y raza diferente de la blanca.
Uno de los defensores de esta postura fue Josiah C. Nott, científico y esclavista estadunidense, quien en 1854 publicó junto con George R. Gliddon la obra Tipos de la humanidad (Types of Mankind). “La experiencia moderna de los Estados Unidos y las Indias Occidentales confirma las enseñanzas de monumentos y de la historia; y nuestras observaciones de los cráneos, más adelante, parecen hacer fugaz toda probabilidad de un futuro más brillante para estos tipos orgánicamente inferiores, por triste que pueda ser el pensamiento”. En este fragmento los autores apelaban a la observación de los entornos y a sus propios experimentos (el análisis de cráneos) para calificar de atrasadas a las poblaciones negras.
Origen común
Era ciencia en su momento, pero como muchos sabrán, no era estática, el debate siempre se mantenía. Contra el poligenismo se encontraba el monogenismo, que planteaba un origen común para la humanidad. Este habría sido en África, gracias a un antepasado que todos compartimos. En la actualidad sigue siendo la teoría más fuerte de nuestros orígenes dentro de la comunidad científica. No obstante, en el siglo XIX esta ciencia estaba lejos de eximirse de categorías y afirmaciones que demostraban los prejuicios de estos sujetos. A pesar de la existencia de un antepasado común para todo ser humano, la creencia en las razas humanas era compartida por los científicos. Algunos apoyaban la teoría de la degeneración aplicada en el monogenismo: la humanidad descendía de un ancestro, pero con el paso del tiempo algunas razas se habían degenerado y otras no. Tal pensamiento solía ir dirigido hacia los grupos no blancos.
Para los estadunidenses, los mexicanos eran considerados por lo general una raza inferior; incluso un híbrido extraño entre los indígenas, los europeos y los negros, ajenos a la civilización. Un escritor de un periódico en Nueva York definía en 1873 a los mexicanos como “una tribu entera de supuestos hombres blancos (…) que parece haber absorbido las peores peculiaridades de tres razas”.
Este solo ha sido un muy general y superficial recorrido de esa extraña relación entre la ciencia y el racismo. Puede parecer ajena a la sociedad de ahora; podrá ser, pero no hay que olvidar que mientras existan los supremacismos de raza habrá una necesidad de legitimarlos mediante el conocimiento… por más erróneo que sea.