Mucho antes de que se tuviera una noción de arte parecida a la que tenemos hoy y de que se estudiara el arte como una disciplina independiente, los pintores y otros artistas medievales ya se agrupaban en gremios. El objetivo era procurar el bien común de los miembros y era obligatoria la inscripción para quien quisiera ejercer el oficio, previo periodo de aprendizaje y riguroso examen.
Dentro de un gremio se establecía un código de conducta y se castigaban las malas prácticas, como la competencia desleal; se fijaban los precios de las obras; se regulaban los salarios comunes y había incluso representantes electos que defendían los intereses de los artistas ante las autoridades.
No cualquiera podía formar parte de estos grupos. Un aspirante a pintor podía permanecer hasta 13 años en el taller del maestro, garantizándose por un lado la transmisión generacional de conocimientos y, por otro, asegurándose una suerte de control de calidad de la obra que se producía.
Sin embargo, superar el periodo formativo y las exigentes pruebas traía consigo una importante recompensa: la protección de una comunidad. No parece coincidencia que en la actualidad, una era en la que cualquiera puede ser un artista —y por lo tanto no se sabe ni importa determinar quién lo es de verdad—, en la que nociones como calidad o talento resultan obsoletas y hasta ofensivas, y en la que se ha interrumpido la transmisión de los viejos conocimientos por considerarse innecesarios, tampoco haya una comunidad cohesionada de artistas ni los códigos, la estabilidad, los beneficios o los derechos que de ella pudieran emanar.
En el caso de México el sistema gremial heredado de Europa se adaptó a las circunstancias socioculturales particulares de estas tierras y no sobrevivió mucho tiempo después de la caída del virreinato. A pesar de ello la comunidad artística representaba hasta hace poco un riesgo para el poder político y económico, a la vez que un instrumento a veces utilizado en su favor y otras en su contra por su capacidad de sacudir conciencias, sensibilizar y motivar el pensamiento crítico.
Afrenta
Es por ello que los artistas formaron una parte esencial del proyecto educativo vasconcelista y años más tarde, tras el importante papel que jugaron en el movimiento estudiantil de 1968, se aisló a la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ahora FAD) del resto de la Ciudad Universitaria, emplazándose en Xochimilco en lo que pareciera una iniciativa deliberada, desde el poder, para mermar la fuerza de la comunidad artística.
Sumado a lo anterior, se implantó en la década de los noventa un mecanismo de financiamiento para apoyar a los artistas merecedores y estimular la creación artística. Y si bien el móvil oficial de las becas no ha sido nunca controlar o contraponer a los artistas, es necesario cuestionarse si a los becarios —o a los aspirantes— les es posible o están dispuestos a crear en libertad y desafiar o criticar al mismo sistema del cual depende su subsistencia —situación que se explica en el contexto de precariedad en el que está sumido el medio artístico actual—. De manera similar, el padre que ayuda al hijo menoscaba su independencia y mientras más interfiere en su vida, más poder tiene el padre y más limita el potencial del hijo.
En contraste con la vocación esencialmente colaborativa y equitativa de los gremios medievales, hoy los artistas a menudo anteponen el bien individual al bien común en un medio extraordinariamente competitivo que responde a la voracidad capitalista: el artista se maneja a sí mismo como una marca y a su obra como un producto; generalmente es cada quien por sí mismo y resulta difícil pensar y actuar conforme a códigos de lealtad, colaboración, solidaridad y desinterés.
A pesar de la proliferación de voces y la supuesta apertura que permiten las redes sociales, hay muy pocos ejercicios críticos estructurados, articulados y funcionales planteados desde los artistas mexicanos. Salvo la excepción de una pequeña cúpula privilegiada que opera muy eficientemente, estamos ante una comunidad artística desarticulada, temerosa, frágil, apocada y carente de derechos, que aspira a recibir los apoyos gubernamentales a falta de otras opciones viables. Expresar abiertamente alguna opinión desfavorable, analizar y confrontar el statu quo o proponer alternativas puede significar una afrenta al sistema, morder la mano que da de comer y la subsecuente pérdida de un cierto sentido de seguridad. La comunidad de artistas está dislocada y domesticada por un sistema de miedo.