Un dolor real, la segunda película dirigida por Jesse Eisenberg, es una de esas rarezas necesarias: un filme íntimo que mira de frente tanto el trauma histórico como la fragilidad individual sin volverse solemne ni indulgente. La historia sigue a David (Eisenberg) y Benji (Kieran Culkin), dos primos que se embarcan en un tour por Polonia para reconectar con sus raíces judías y rendir homenaje a su abuela fallecida, sobreviviente del Holocausto. Lo que parece un viaje memorial se transforma en una exploración entre el peso de la historia y las pequeñas heridas cotidianas.
Desde su guion, Eisenberg evita las trampas del cine conmemorativo al convertir el recorrido por sitios como Majdanek o Varsovia en el escenario de una comedia melancólica de confrontación emocional. Un dolor real no es tanto sobre la Shoá como sobre dos hombres marcados por distintas formas de sufrimiento que buscan sentido en medio del absurdo.
La estructura de road movie permite que el conflicto fluya, mientras las fricciones entre el reservado David y el impulsivo Benji estallan entre paradas turísticas, cementerios y trenes. La película habla de la memoria colectiva, sí, pero también del duelo íntimo y de la incomodidad de estar vivos mientras otros no pudieron.
Kieran Culkin entrega una actuación feroz e inolvidable. Su Benji tiene el desparpajo de un cómico trágico, alguien que no sabe —ni quiere— dejar pasar los horrores del mundo con buena cara. Eisenberg se reserva un personaje más contenido, pero humano en su incomodidad emocional. Juntos logran una química conmovedora que recuerda por momentos a las dinámicas de Sideways o Greenberg: duplas masculinas donde la vulnerabilidad se esconde tras la ironía. Will Sharpe, como el guía británico, ofrece un contrapunto sutil que representa la distancia bienintencionada con que a veces se aborda el dolor ajeno.
Espacio sin redenciones
La propuesta visual es discreta pero precisa. Eisenberg evita la estética de postal; prefiere mostrar a Polonia como un espacio sin redenciones fáciles. La cámara observa con distancia respetuosa y, en momentos clave, el silencio dice más que cualquier partitura. La dirección nunca fuerza el drama ni romantiza el conflicto, lo que le permite al filme moverse con honestidad entre lo cómico y lo devastador. Hay escenas —como la llegada a la casa de la abuela o la discusión en el tren— que condensan el alma de la película: el dilema de qué hacer con el sufrimiento heredado.
Un dolor real es contenida en escala pero expansiva en resonancia. Jesse Eisenberg demuestra una madurez como autor que va más allá de su conocida neurosis actoral: aquí hay una mirada clara sobre la complejidad emocional, sobre lo que nos une, incluso cuando la vida nos aleja.
Puede que no seamos capaces de cargar con todo el dolor del mundo, pero en este filme esa limitación se vuelve el punto de partida para la empatía y la conexión. A veces acompañarse en el dolor —aunque sea sin entenderlo del todo— es la forma más sincera de amor.
Dónde verla: Disney+.