En una entrevista de 1977, la cual más que una entrevista pareciera una predicción, Ernesto Sábato habló acerca de cómo el dominio de la tecnología arrasaría con el hombre. La conquista del mundo de las cosas –afirmaba con la clarividencia de los grandes pensadores– vendría a cambio de un precio trágico: la pérdida del alma. El hombre terminaría por cosificarse y el arte, de todas las actividades del espíritu humano, sería su posibilidad de salvación.
A su vez es de sobra sabido que muchos de los grandes artistas no han sido necesariamente grandes seres humanos y que muchos de los autócratas más radicales de todos los tiempos no solo han entendido cabalmente el poder de la imagen y el uso del arte como propaganda e instrumento de identidad, sino que han sido amantes del arte o incluso artistas. Lo mismo que matar en nombre de Dios o del amor, muchos manipulan en nombre del arte.
Existen, por otro lado, quienes creen que la reivindicación de la humanidad es una responsabilidad demasiado grande, una exigencia desproporcionada para el arte y los artistas. ¿Por qué no hacer esa demanda –se preguntan algunos– a los millonarios del mundo quienes, con suficiente voluntad, tendrían el poder y las herramientas para ejercer un verdadero cambio en la humanidad? ¿Para cambiar el curso de las guerras, mitigar el hambre o revertir los desastres ecológicos?
Sin embargo, es el mundo del dinero el que nos ha llevado a estos razonamientos; la creencia en que tener y acumular es más importante que ser y que el dinero es la única posible solución a todos nuestros males. En cambio, decía Wilde que “ningún hombre es tan rico como para comprar su pasado”. Es decir, aunque es cierto que el dinero es necesario e importante, también es cierto que no lo puede resolver todo. Y a veces, no es capaz de resolver nada e incluso hay ocasiones en las que lo empeora.
En una era en la que hipócritamente se proclama el triunfo de la libertad y la democracia, estamos sometidos al máximo control que se haya visto en la historia de la humanidad. Pareciera que todo está dirigido: qué creer, qué decir, a dónde ir, qué consumir y cómo vivir. Trabajamos incansablemente para seguir enriqueciendo y manteniendo un sistema operado por unos pocos. Nuestra capacidad de discernimiento se encuentra nublada por incontables distracciones y condicionamientos. El arte, que debiera originarse desde un lugar de libertad, se encuentra sumamente restringido. Y así como el hombre del que hablaba Sábato, el arte de nuestra era también se ha cosificado. Se ha convertido en un producto comercial que se valora en función del mercado y de su capacidad de ser novedoso, escandaloso o disparatado, a menudo anulando sus posibilidades de ser un verdadero agente de transformación, un conducto espiritual y humanizador.
Recordando la película distópica “Cuando el destino nos alcance”, no puedo evitar preguntarme si este por fin nos ha alcanzado. Al igual que en otras partes del país y del mundo, en la Ciudad de México nos enfrentaremos muy pronto al día catastrófico en que la ciudad se quedará sin agua. Sabemos también de la toxicidad de la comida que consumimos y de la mala calidad del aire que respiramos. A lo anterior se suma una crisis de alimento espiritual. Y si lo más vital y necesario para la supervivencia física y espiritual se encuentra a tal grado amenazado, ¿qué puede tener más importancia en este momento, que aquello que es indispensable para la continuidad del ser humano?
La posibilidad de la muerte lo pone todo en valor. ¿Será posible que ante este panorama devastador dejemos de jugar el juego de las apariencias, nos articulemos y nos pongamos en acción por el bien común? ¿Estamos a tiempo de hacer algo desde el arte y por el arte en favor de la humanidad? ¿O será como el síndrome de la rana que después de estar mucho tiempo sumergida en agua tibia sin reaccionar, muere tras llegar lentamente al hervor?