EL BRUTALISTA, EL CINE COMO MONUMENTO

Francisca Yolin
Columnas
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El brutalista

Algunas películas no buscan complacer, sino imponer su presencia como un bloque de concreto en medio de estructuras más amables. El brutalista, de Brady Corbet, es una de ellas.

La historia sigue a László Tóth (Adrien Brody), un arquitecto húngaro-judío que luego de sobrevivir al Holocausto emigra a Estados Unidos en busca de una nueva vida. Su oportunidad llega con Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce), un benefactor que le ofrece financiar su proyecto más ambicioso. Pero lo que parece una alianza artística se convierte en una batalla silenciosa por el control.

Filmada en VistaVision y presentada en 70 mm, con obertura e intermedio, la película no solo habla de arquitectura, sino que es en sí misma un manifiesto sobre el cine como arte y resistencia.

Desde la primera imagen Corbet deja claro que no es un relato convencional. La Estatua de la Libertad aparece invertida, rompiendo la ilusión del sueño americano. Tóth se enfrenta a una sociedad que, bajo la promesa de libertad, impone nuevas cadenas.

La película recuerda a El conformista de Bernardo Bertolucci en su exploración de la identidad frente al poder y a El hilo fantasma de Paul Thomas Anderson en su retrato de la obsesión creativa.

Brody, en la mejor actuación de su carrera, encarna a un hombre que empieza con esperanza y termina atrapado en un sistema que lo exprime hasta dejarlo vacío. Pearce, como Van Buren, es magnético y aterrador, un hombre que confunde la filantropía con la posesión.

El reparto complementario también brilla. Felicity Jones, aunque con un papel más contenido, aporta calidez y desilusión como Erzsébet, la esposa de Tóth. Alessandro Nivola e Isaach de Bankolé ofrecen interpretaciones sólidas que refuerzan el universo de la película.

Arte y ambición

Sin embargo, es la propuesta técnica la que eleva a El brutalista a un nivel superior. La fotografía de Lol Crawley, con su uso de luz natural y encuadres arquitectónicos, transforma cada espacio en una expresión del estado emocional de los personajes. La banda sonora de Daniel Blumberg refuerza la tensión con sonidos industriales y una composición que parece vibrar con el peso de la historia.

Más que una historia de éxito o fracaso, la película es una exploración del arte en manos del poder. El brutalismo, con su solidez y austeridad, se convierte en una metáfora del artista que resiste la mercantilización de su obra. Corbet disecciona con precisión cómo el talento es explotado por quienes tienen los recursos para moldearlo a su antojo. Como El ciudadano Kane, El brutalista es una reflexión sobre la relación entre el arte y la ambición, sobre lo que se gana y lo que se pierde al intentar dejar un legado.

En una era donde el cine se fragmenta en productos de consumo rápido, El brutalista exige tiempo, atención y una pantalla grande. No es una película fácil ni complaciente, pero tampoco es fría: su densidad es parte de su fuerza.

Como las construcciones de Tóth, no busca ser efímera ni accesible, sino perdurar.