A través del proyecto Voces, columnas escritas que tiempo después encontraron su complemento en una serie de video cápsulas grabadas con diferentes profesionales del arte, he podido conversar con artistas de muy diversos perfiles, ideologías, edades y procedencias y escuchar y aprender de sus experiencias y su visión particular del mundo. La más reciente fue una conversación especialmente cautivadora con el escultor Tiburcio Ortiz, quien a sus más de 80 años compartió sus ideas con lucidez, precisión y sentido crítico, derivando en varias reflexiones.
Por un lado, me resulta fascinante la historia de su vida. Nacido en la Mixteca, en el contexto de una vida campesina, pareciera que Tiburcio desafió su destino o más bien, que salió a su encuentro, retando prejuicios y expectativas y convirtiéndose en un artista de gran refinamiento con un lenguaje plástico muy personal y una concepción del mundo que sigue siendo el eje rector de su trabajo. Aunque siempre tuvo sensibilidad y habilidad para el dibujo, Tiburcio ingresó a la escuela de artes –según cuenta con humor y calidez– casi por casualidad, gracias a que no había nadie más formado en la ventanilla de los aspirantes a artistas en ese momento. Tiburcio transitó de la milpa al ejército y de ahí a la academia. Así fue que recibió una educación artística muy completa en un momento histórico particular, quizá en el último resquicio del México moderno, logrando superar muchas dificultades y lo que él mismo describe como un “camino muy oscuro”, para tener una carrera larga, genuina y fructífera que además le ha proporcionado un sustento.
Tiburcio Ortiz es un artista que habla y lo hace fuerte y claro. Su voz resuena aún más en un medio artístico que está prácticamente silenciado, donde muchos artistas temen defender sus ideales o siquiera tenerlos. Tiburcio es quizá uno de los últimos vestigios de una aguerrida y temida generación de artistas mexicanos que se expresaban con tal efectividad –desde su obra y en ocasiones también desde la palabra– que eran capaces de convocar y sacudir conciencias, de confrontar y alterar el orden establecido.
Existen hoy en día pocos artistas en México cuya práctica se haya nutrido poética e intelectualmente de la superposición de tantos y tan diversos universos: el México indígena a través de la mitología y cosmovisión del mundo mixteco; el México rural, vinculado a usos y costumbres ancestrales, así como a la naturaleza misma; el México urbano, dinámico y cambiante; el México moderno a través de la permanencia del discurso vasconcelista sobre la identidad nacional, el mestizaje y la defensa de lo propio; y el México contemporáneo, completamente globalizado y determinado por grandes cambios de paradigmas educativos, artísticos y sociales. Tiburcio ha incorporado todo lo anterior a la forma escultórica, la cual bebe de muy diversas capas, contradicciones, polaridades, ciclos y realidades sin desperdiciar nada. Y aunque pudiera parecerle a algunos que las ideas de Tiburcio son anacrónicas en relación a sus experiencias, motivaciones e intereses, también es cierto que el actual régimen sociopolítico, en el contexto específico de la inclusión y reivindicación de los pueblos indígenas, no ha logrado reconocer el lugar de un artista como él.
Y aunque el tamaño de un artista no se mide por el apoyo institucional que recibe, no puedo evitar pensar que, a pesar del discurso dominante que podría tener una deuda con él, Tiburcio Ortiz merece reconocimiento, tanto por su trayectoria como por la calidad de su obra. En vez de eso, observamos constantemente que los espacios expositivos más importantes del país continúan visibilizando y celebrando al mismo grupo de artistas, alineados con el mismo discurso neoliberal globalizante que ha persistido en los últimos tres o cuatro sexenios, aún tratándose de partidos políticos e ideologías aparentemente contrapuestos.