El mundo actualmente vive, de nuevo, momentos extraordinariamente dolorosos: división, intolerancia, prejuicios exaltados, injusticias flagrantes, sufrimiento indescriptible, muerte y más muerte; personas deshumanizadas, minimizadas a través de cifras, despojadas de sus nombres, de sus sueños y de sus seres amados; opiniones emitidas con aires de superioridad moral desde la seguridad de un dispositivo, bajo un techo sólido y ante un plato de comida caliente. Estamos siendo espectadores directos, en tiempo real y con una inmediatez sin precedentes, de las atrocidades perpetradas impunemente por el poder. Los más inocentes pagan con su propia sangre el precio de las ambiciones políticas y los intereses de los poderosos, quienes no solo observan indolentes la sucesión inacabable de tragedias desde el confort de sus tronos, sino que patrocinan y deliberadamente alimentan el fuego del odio y el miedo. Si esto es insoportable mirarlo, no puedo imaginar cómo será vivirlo.
Después de las dos Guerras Mundiales el arte se transformó para siempre. Las ideas tradicionales del arte occidental dieron paso a un nuevo rango de sensibilidades y a reacciones estéticas diversas. El dolor, la desilusión y el trauma colectivo que provocó la devastación de la Primera Guerra y poco después el cataclismo aún mayor de la Segunda Guerra Mundial, llevó a los artistas a generar un arte más cínico, confrontativo e insolente, deliberadamente separado de la belleza y de los cánones previamente aceptados. El desencanto detonó nuevos lenguajes artísticos y en ese sentido fungió como impulso creativo.
En el presente, y a pesar de la brutalidad de las guerras, el hambre, las crisis humanitarias o el calentamiento global, el mundo del arte responde a la lógica de un sistema colonialista, capitalista y euro centrista. Artistas, críticos, coleccionistas, curadores e instituciones permanecen enajenados en la sucesión interminable de ferias internacionales, las ventas millonarias en subastas, exclusivas inauguraciones, galas y otros eventos sociales dirigidos a los más privilegiados y, en general, en todo lo que signifique el culto a las apariencias y la banalidad. Y más allá de algunos mensajes de supuesta responsabilidad social comunicados por artistas e instituciones, animados casi siempre desde la corrección política –los cuales además carecen de cualquier efecto real pues generalmente no se acompañan de ninguna acción concreta y congruente– parece imperar una actitud de indiferencia aplastante, un silencio inconmovible, una motivación esencialmente egoísta. Junto con la híper intelectualización del arte, la progresiva muerte de los ideales y el colapso del conocimiento acumulado por siglos, pareciera que el arte ha perdido su propósito en el mundo de hoy.
Si el arte es uno de los pocos atributos únicos y específicos de la especie humana, no pareciera absurdo esperar que el arte pudiera –e incluso debiera– fungir como elemento re-humanizador. En la realidad distópica que habitamos, ¿es posible que el arte contemporáneo haga algo para remediar el sufrimiento humano, para generar conciencia? ¿Puede poner en crisis a las instituciones y los sistemas que causan tanto dolor? ¿Dónde están las verdaderas causas, temas y preguntas que podrían plantearse desde las voces artísticas? ¿Puede el arte trascender la verbilocuente retórica, la cultura del espectáculo, el elitismo, la celebración de la tontería, la comercialización del sinsentido y verdaderamente aportar algo para la construcción de un mundo más humano, más libre y más justo? ¿Puede constituirse como uno de los últimos espacios de libertad? ¿Puede el arte hacer algo para reconstruir la pérdida colectiva de la esperanza en nosotros mismos? ¿Es posible que el arte sea un instrumento de paz?