Maltrecha, ajada, marchita, el tiempo y la incuria arrasaron hasta los ecos de la que fuera mansión del poder. La tertulia, al esplendor de duelas de cedro, lunas, tibores, tapetes orientales, bibelots, relojes, cajas de música, piano de cola, candiles italianos y muebles parisinos, convocaba lo mismo a los acaudalados vecinos de las quintas de Tacubaya, a los Escandón, De la Cortina, Barrón o De Teresa, que a políticos, militares de alto rango y diplomáticos.
Ahí se celebró la boda civil de Carmen —la hija predilecta del general Manuel Mondragón— con el cadete Manuel Rodríguez Lozano, a quien conoció en París. Los caminos se bifurcarían: ella al epicentro de mil escándalos y él a la pintura, entre el palpitar de un murmullo en que se deslizaba el crimen del hijo único engendrado.
En la penumbra actual de la casona de General Cano 98 anida el óxido en los hierros forjados de los balcones; los mosaicos parisinos de los corredores tienen mil fracturas y la lluvia se filtra en los huecos de tragaluces y vitrales. La fuente del patio se cubrió de hierba; la capilla amaga derrumbe y se escaparon del inventario pinturas y esculturas.
Construida en 1881 con una sola planta, en 1913 premiado el propietario por el dictador Victoriano Huerta su participación estelar en el episodio conocido como la Decena Trágica que los encumbró al poder, la mansión vivía permanente trajín: la gritería de ocho hijos, los mil pendientes de la madre, Marcela Valseca; el concierto a cuatro manos de Dolores, la hermana mayor, y Carmen; además, naturalmente, el desfile de aduladores y recaudadores de favores hacia el secretario de Guerra y Marina.
El aura no solo apuntaba a la cercanía con Huerta, sino a los blasones ganados como inventor o revolucionador de armas. Así el primer fusil semiautomático, el cierre de un cañón de 75 mm bautizado como Charmonl-Mondragón o los cañones de campaña modificados para mayor letalidad, además de su papel fundamental en la compra de armamento para el ejército.
Ocaso
El pedestal sería efímero. Acusado de participar en un complot para asesinar al hombre que traicionó al presidente Francisco I Madero, el general Manuel Mondragón sería enviado al exilio. Al viaje a España, luego Francia, lo acompañarían su esposa y dos hijos.
Y aunque un año después sería derribado el dictador, ahora tomado el poder por Venustiano Carranza en calidad de primer jefe del Ejército Constitucionalista, la posibilidad del regreso la obstruía su papel en el cuartelazo contra el gobierno maderista.
Indultado finalmente por el presidente Álvaro Obregón en 1922, la vida no le alcanzó al militar condecorado por Francia para un retorno sin gloria. El parte médico anotaba cáncer en la vejiga.
En afán reivindicatorio la familia volvería a encender los candiles y destapar el piano, con invitación ahora a figuras del arte e intelectuales en opción de opiniones trascendentes. Así Diego Rivera como la fotógrafa italiana Tina Modotti o el escritor e historiador Nemesio García Naranjo (“El águila se encuentra ausente, pero nosotros seguimos visitando el nido”).
Divorciada, Carmen Mondragón —a quien en el epicentro de tórrido y violento romance bautizaría el pintor Gerardo Murillo, Doctor Atl, como Nahui Ollin (“Quinto sol”)— escalaría tantito como pintora naif y escritora y muchito como piedra de escándalo de las buenas conciencias: sus amoríos, sus desnudos, sus desplantes, sus extravagancias…
Motejada por el pueblo como “El fantasma de la Alameda” por el brillo intenso de sus ojos turquesa en contraste con las plastas de polvo de arroz en el rostro ajado, a la par del pelo pintado de naranja, la faldita…y el cortejo tradicional de gatos que se arremolinaba al lado de la banca donde se sentaba en las treguas de venta de sus atrevidas fotografías o coloridos dibujos.
Al ocaso llegaría el recuento: “Me retraté desnuda porque tenía un cuerpo tan bello que no iba a negarle al mundo su derecho a contemplarlo”. Los ojos de pantera presiden el mural de Diego Rivera en la Escuela de Agricultura de Chapingo.
La casa del general.