COMUNIDAD(ES) ARTÍSTICAS

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Juan Carlos del Valle, Chicles, óleo sobre tela, 14 x 32 cm

En ocasiones pasadas he escrito acerca de la fragilidad y la desarticulación de la comunidad de artistas en México, producto de un sistema regido por el miedo, la precariedad y la necesidad básica de subsistencia. Sin embargo, hablar de la comunidad artística en singular, como si de un grupo homogéneo se tratara, puede ser problemático pues dentro de sí coexisten diferentes escenas y células con una lógica, procesos y problemas propios, a menudo tan ajenos entre sí, que es difícil asumir que forman parte de un colectivo mayor. ¿Qué pueden tener en común los pintores del Jardín del Arte, los de la Sociedad Mexicana de Acuarelistas, los jóvenes emergentes egresados de las escuelas de artes y los artistas feriales de proyección internacional, representados por las galerías más importantes del país? Aparentemente nada, excepto la creencia común en algo llamado arte –aunque para cada grupo esto signifique algo distinto– y la aspiración a vivir de la venta de su obra.

Si desde pequeños los seres humanos nos identificamos con otras personas afines cuyos intereses, comportamientos o temperamentos son similares a los nuestros, es natural e inevitable que esto ocurra dentro de la comunidad artística. Históricamente los artistas se han agrupado conforme a tendencias, ideologías e intereses en común. Sin embargo, los grupos no coexisten en condiciones de igualdad: hay un orden jerárquico inexorable que se establece conforme a la ideología dominante en turno y así los privilegios, el reconocimiento y la legitimidad suelen acompañar a quienes pertenecen a la élite.

Para quienes están en los peldaños más bajos de la pirámide, existe a menudo la aspiración instintiva de escalar; la trampa de la mente es siempre querer más de lo que se tiene y pertenecer a la exclusiva élite implicaría, en teoría, mayor prestigio y la supuesta estabilidad económica que ello conlleva. No obstante, la cúpula es exclusiva y monopólica por naturaleza y para la inmensa mayoría de los artistas, inaccesible. Esto suele derivar en dinámicas que recuerdan a un grupo de adolescentes en la secundaria: tratar de pertenecer sin lograrlo, aplaudiendo y repitiendo en automático cualquier cosa que digan o hagan los chicos populares, para experimentar rechazo de todas formas, a veces por siempre; obsesionarse con lo que hacen los demás –ya sea con el propósito de desacreditarlo o bien en un sentido aspiracional– y preocuparse en exceso de las apariencias y de ser visto con “la gente correcta”, aún a costa de amistades, oportunidades o experiencias genuinas; y frustrarse y someterse a la presión del grupo dominante con el único resultado de perder la seguridad y la propia identidad.

Basta observar la dinámica de asignación de las becas estatales o los mecanismos de reclutamiento de las galerías, los cuales llevan a muchos artistas a preguntarse: “¿qué tengo que hacer o con quién me tengo que relacionar para que me acepten?” Y si algún artista logra ascender, aunque sea un poco, se vuelve el más celoso guardián de su nuevo estatus, reforzando la paradoja de que todos queremos pertenecer, a la vez que todos discriminamos.

Sin embargo, como en un juego de serpientes y escaleras, la jerarquía en la comunidad de artistas –o mejor dicho, comunidades– es inestable y quienes estuvieron arriba pueden bajar y viceversa, puesto que existe el caso, aunque menos común, de los inconformes que no desean pertenecer al grupo dominante sino rebelarse contra el sistema impuesto, plantear algo diferente, derrocar a los que están en la punta y constituirse como la nueva élite. Hay decenas de ejemplos, pasados y actuales, de colectivos artísticos que empezaron siendo contraculturales y terminaron siendo dominantes.

Más allá de jerarquías y luchas de poder, hasta cierto punto inevitables, vale la pena cuestionarse si en el sistema artístico actual cabe también la aceptación y el respeto por la diferencia. En un medio que se jacta de ser inclusivo, ¿quién se siente con el derecho de juzgar a cualquier artista que viva el júbilo creativo y que pretenda vivir de su trabajo? ¿Ha de someterse necesariamente a las dinámicas de abuso antes descritas o puede aspirar a recibir un trato más humano, sin condenas, burlas ni etiquetas peyorativas? Hacer comunidad es esencial en la vida y más aún en esta profesión, cuyas condiciones para la subsistencia son tan difíciles. Y aunque no todas las voces son iguales, todas tienen el mismo valor. Esta una de las premisas esenciales de “Voces”: la creencia de que todos merecemos ser escuchados.