Una de las grandes tragedias de la historia reciente de México fue caer en la trampa de la “política de la inevitabilidad”. Este concepto, desarrollado por el historiador Timothy Snyder en su libro El camino hacia la no libertad, describe la manera en que a finales del siglo XX diversas democracias occidentales adoptaron la creencia de que la historia seguía una trayectoria “inevitable” hacia una mayor democratización y expansión de los mercados. Si están familiarizados con la tesis del “fin de la historia” de Fukuyama, comprenderán a lo que se refiere Snyder.
En México esta concepción errónea de la historia surgió tras la elección de 2000. Con el fin de la hegemonía priista se impuso una narrativa optimista: el país había entrado en una senda inevitable hacia la libertad y la democracia plenas.
Sin embargo, como advierte Snyder, la política de la inevitabilidad requiere olvidar la historia y minimizar los problemas reales del presente. Si las leyes del progreso son inalterables y el futuro está garantizado, entonces no hay nada que debamos o podamos hacer.
Esta mentalidad lleva a tratar cada problema como un episodio menor dentro de la ruta hacia el progreso. Si hay pobreza, el mercado la corregirá con el tiempo; si hay descontento social o violencia, las instituciones democráticas las solucionarán por sí solas.
La consecuencia de esta creencia es que “nadie es responsable, porque todos sabemos que los detalles se resolverán de la mejor manera posible”. Pero la historia nos demuestra que nada es inevitable, que los problemas no se solucionan espontáneamente y que el mercado no puede reemplazar a la política.
Cuando los problemas se acumulan y en particular cuando la movilidad social se detiene, la política de la inevitabilidad da paso a la “política de la eternidad”. Esta también es una visión distorsionada de la historia, pero con una diferencia clave: mientras la inevitabilidad promete un futuro mejor, la eternidad encierra a una nación en un ciclo de victimismo perpetuo. Como explica Snyder, “ya no existe una línea que se proyecta hacia el futuro, sino un círculo donde las amenazas del pasado regresan una y otra vez”.
Voluntad
Para que la política de la eternidad se instaure, primero debe bloquearse la movilidad social. Esto genera una sociedad incapaz de imaginar un futuro viable y allana el camino para la aparición de una oligarquía liderada por un caudillo que se presenta como el único salvador del país. Así sucedió en Rusia con la llegada de Vladimir Putin y es un fenómeno que también se observa en Estados Unidos con Donald Trump.
En ambos casos la política de la eternidad no promete un porvenir mejor, sino un regreso a un (falso) pasado glorioso e idealizado. En su afán por consolidar el poder, el Gran Líder destruye a las instituciones y establece un vínculo directo y sagrado entre el líder y el pueblo. El ejercicio del gobierno se convierte en un espectáculo con base en ficciones, mitos y crisis fabricadas, que solo el Líder —naturalmente— puede solucionar. Al final, la política deja de ser vista como algo que “se hace” y se transforma en algo que simplemente “es”.
Snyder nos ofrece un consejo crucial: recuperar la historia. Porque recordar cómo ocurrió la desintegración democrática puede servirnos como manual para reparar lo que finalmente nos quede.
Al final, es importante recordar que la historia no está escrita de antemano, que no tiene un destino preestablecido y que tampoco se encuentra atrapada en un círculo eterno.
Cambiar nuestra historia depende de la voluntad, la acción y la responsabilidad de los ciudadanos. Porque la verdadera tragedia no es caer en la política de la eternidad, sino resignarnos a ella.
Si queremos evitar quedar atrapados en un ciclo de victimismo es momento de asumir la historia como un acto de construcción colectiva y no como una narrativa impuesta desde el poder.