ARTISTAS AL SERVICIO DE SU PROPIA IMAGEN

Juan Carlos del Valle
Columnas
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Juan Carlos del Valle, Yo aún, 2010, óleo sobre tela, 85 x 35 cm

Una joven pintora posa frente a la cámara sentada en el piso de su taller entre papeles, lienzos y pinceles, pies descalzos y mirada sugestiva; otro pintor es capturado trabajando, en un fingido instante de concentración profunda; otro más, elige no aparecer en sus fotos y en cambio muestra el mundo a través de sus ojos, retazos de su vida y obra. Y es que basta echar un vistazo a los contenidos que publican los artistas en sus redes sociales para darse cuenta de que, aún tratándose de oficios, estilos o estéticas diferentes, prevalece una actitud premeditada, un entorno que funge como escenario y un personaje que desempeña un papel.

La labor de promoción personal ha sido una estrategia de mercado para los artistas desde hace siglos. Se dice que Leonardo Da Vinci era un promotor muy hábil de sus muchos talentos y que, dependiendo del patrón cuyos favores buscaba, destacaba unos u otros en sus correspondencias. También Durero a través de sus autorretratos hizo una labor extraordinaria y deliberada de autopromoción. El siglo XX está repleto de ejemplos de artistas que intencionalmente desarrollaron un personaje distintivo, más allá de su trabajo, a través de sus vestidos, peinados y actitudes: Salvador Dalí, Pablo Picasso, Frida Kahlo o Andy Warhol son solo algunos de los más célebres y escandalosos. Y tanta influencia tuvieron estos personajes, que muchos de ellos contribuyeron a reafirmar y perpetuar algunos de los estereotipos que prevalecen hasta el día de hoy: el artista que sufre, el excéntrico, el famoso, el irreverente.

Pero nunca como en nuestra era había sido tan importante para un artista hacer labor de autopromoción. Nuestro sistema capitalista, aplastante, veloz y controlador, junto con la supremacía de la tecnología y la muy vanagloriada democratización de la cultura, ha mermado paulatina e irreversiblemente las industrias culturales tradicionales y las antiguas fuentes de ingreso de los artistas. Tanto es así, que el noble acto de hacer arte –pintar, escribir, bailar, dibujar, cantar, tocar algún instrumento o actuar–, queda desplazado ante la apremiante necesidad de trabajar en una marca personal. El sistema actual exige que los artistas sean, además, creadores de contenido digital autopromocional: una labor extremadamente desgastante y rara vez efectiva pues, ¿cómo se puede destacar en un océano de millones de artistas que están buscando exactamente lo mismo?

Por otro lado, nadie nunca ha valorado lo que parece fácil o gratis. Por esa razón, es cada vez más difícil para los artistas monetizar su trabajo mientras lo ofrecen de manera gratuita e inmediata en sus redes sociales. ¿Para que pagar un concierto, comprar un disco, ir al cine o coleccionar pinturas si por 200 pesos al mes se puede escuchar cualquier canción de cualquier artista de cualquier época en una plataforma de streaming o se pueden ver todas las pinturas de la historia del arte sin costo alguno en una pantalla? La mercadotecnia se ha devorado al arte y la necesidad de diseñar estrategias de contenido digital y de construir una comunidad de seguidores, a menudo ocupa el tiempo y la energía de muchos artistas más que su obra misma. En otras palabras, la gran mayoría de los artistas desempeñan dos trabajos, supeditando su creatividad al mercado y descuidando su obra, sin ninguna garantía de éxito.

Así, aunque la obsesiva labor de construir una marca personal que emprenden muchos artistas pudiera parecer narcisista y en ocasiones hasta cómica, es en realidad un mecanismo de supervivencia ante un sistema que privilegia el tener sobre el ser y para el cual los artistas –y en general todas las personas– solo existen en tanto que sean capaces de entretener audiencias.

Los ritmos del arte son plenamente humanos y permiten espacios de contemplación, reflexión, transformación y recogimiento; provocan asombro y hacen posible el encuentro con lo misterioso, lo divino y lo inexplicable; generan encuentros con uno mismo y con otros seres humanos. Las dinámicas del sistema actual despojan cada vez más al arte y a los artistas de su humanidad, convirtiéndolos en productos de consumo al servicio de los algoritmos. Y ni el número de seguidores ni la fama ni el dinero hacen a un buen artista. Más aún: no tienen nada que ver con ser artista.