A propósito de la tan esperada y muy ponderada Semana del Arte en la Ciudad de México celebrada recientemente, ese evento que se presenta como el gran escaparate para lo mejor del arte contemporáneo y que pone de realce a nuestra ciudad como una metrópoli cosmopolita, excitante y sofisticada, aprovecho este espacio para celebrar, honrar y reflexionar acerca del arte que se queda fuera del reflector, que es la mayoría. Y es que muchos de los excluidos –y no solo de este acontecimiento sino del mundo dominante del arte en general– no carecen de talento aunque sí de recursos, de representación adecuada, de las amistades correctas o de ciertas cualidades deseables que parecen ser imprescindibles para pertenecer; y a menudo muchos de estos artistas ya ni siquiera tienen deseos de ser parte de este espectáculo.
En un panorama de por sí saturado de oferta y, al mismo tiempo, acaparado por los mismos grupos de poder, hay quienes se preguntan legítimamente si vale la pena invertir recursos en agregar una exposición más a la vorágine de eventos, o si tanto trabajo simplemente se disolverá. A pesar de todo, algunos hacen un gran esfuerzo por integrar sus proyectos al vasto engranaje que representa la Semana del Arte con la esperanza de obtener un poco de legitimidad, visibilidad y acceso a ese mercado. Y sin embargo, no deja de ser revelador que algunos de los artistas más experimentados e interesantes del entorno actual, con largas trayectorias, sobrada legitimación institucional y lo más importante, una obra digna de ser vista, no formen parte del torbellino de inauguraciones, fiestas, ferias y exposiciones.
Estudios sobre atención y percepción sugieren que, en promedio, una persona solo puede observar de manera profunda entre dos y tres obras antes de sentirse saturada. En este sentido, la interminable sucesión de obras expuestas en espacios mal iluminados, con condiciones inapropiadas para su conservación y abarrotados de gente, convierte la experiencia en algo más parecido a estar con un grupo de preescolares ruidosos pidiendo atención simultáneamente. Como dijo Oscar Wilde: “No sé qué es peor, si tanta obra que no ves a la gente o tanta gente que no ves a la obra”. Y si algunas de las obras son realmente buenas –y siempre las hay– acaban por perderse. Pero, claro, todos sabemos que el arte no es precisamente la estrella de la semana ferial.
Al fin y al cabo, un acontecimiento como este –y cada año más grande– es, sobre todo, una celebración del mercado, la glamurización del capitalismo con la misma lógica del “Buen Fin” pero llevada al mundo del arte. El arte en este contexto se convierte en un producto de consumo más, en una mercancía para las masas. Se ha implantado un modelo que funciona bien en las grandes capitales del arte y se intenta replicar aquí, sin importar que la Ciudad de México posea condiciones socioculturales y económicas muy distintas a Londres o Basilea. Haciendo gala de malinchismo, se juega un juego ajeno y muchos artistas locales se quedan mirando desde afuera.
En un mundo que atraviesa una terrible crisis tras otra, podría creerse que el arte serviría como refugio, lugar de reflexión y espacio de libertad. En su lugar, el arte se ha convertido en la excusa perfecta para fiestas interminables, degustaciones de lujo y espectáculos sensoriales para quienes buscan cualquier cosa menos un momento de contemplación genuina. El arte es un accesorio, secundario a todo lo demás.
¿Y quién gana de todo esto? Los organizadores las grandes ferias, además de patrocinadores, galerías de renombre y artistas consolidados –muchos de ellos extranjeros– y, en general, el sistema dominante se fortalece. Entre los artistas mejor vendidos de la mayor feria de la semana, por ejemplo, se encuentran Stanley Whitney, Nigel Cooke, Kylie Manning, Kehinde Wiley, Robert Nava y Julian Schnabel. Para muchos de los expositores de menor tamaño, se dice, hay si acaso ventas esporádicas. Pero en este circo de apariencias lo importante es la ilusión de éxito y pertenencia.
En el marco de este evento energético y celebratorio, no puedo evitar lamentar el destino de aquel arte mexicano, estimulante e inteligente, que no se ve y que seguirá siendo ignorado mientras no se propongan estrategias de comercialización más humanas, más propias, con otros valores y prioridades. En cambio, cada nueva iniciativa solo se arrastra, aspiracionalmente, hacia el mismo sistema que la excluye.