Lizeth tiene 24 años. Es una mujer finita de facciones, delgada y de manos pequeñitas. Tiene el pelo negro y largo; todos los días lo peina en una cola de caballo. Usa un mandil de color rosa mexicano porque dice que le gusta ese color. Habla bajito y sonríe todo el tiempo. Prudente en exceso, porque esconde su inteligencia en su timidez.
Es la hija menor de siete hermanos, prácticamente la única en su familia que ayuda con los gastos de su casa. Es soltera, condición que hasta el momento es el mejor pretexto para que los demás no ayuden a sus padres. Terminó la secundaria pero dadas sus circunstancias no hubo mayor interés en continuar con la prepa.
Como la mayoría de las mujeres en su familia buscó trabajo como empleada doméstica en la Ciudad de México. Su casa está en Jaltepec, cerca de Atlacomulco, en el Estado de México. Luego de una recomendación encontró trabajo en el Pedregal, en la alcaldía Álvaro Obregón. Tiene un sueldo de aproximadamente diez mil pesos, a veces un poquito más, dependiendo de cuántas semanas tenga el mes.
Si bien no gasta en comida, servicios o renta, tampoco tiene seguridad social para acudir con regularidad al médico, mucho menos para enfrentar una enfermedad.
Dependiendo de sus tareas, sale el viernes o sábado para descansar y aprovecha para visitar a su familia y amigos. Los lunes muy temprano debe estar de regreso en el trabajo. Cada fin de semana debe tomar tres camiones para llegar a su destino, paga 800 pesos para ir y venir; solamente en el transporte público gasta por lo menos mil 600 pesos al mes. En su casa la esperan con ansias luego de tres horas y media de viaje. Llega y regresa exhausta. Me sorprende porque nunca deja de luchar.
Presente
Creo que hoy puedo presumir de tener su amistad. Me escucha; la escucho. Hace tiempo que compartimos alegrías y tristezas. Me cuenta de sus travesías y miedos. Inmersa en un sistema patriarcal del cual trata de escapar diariamente, le aconsejo que no se deje vencer; ella me dice lo mismo.
Me ha acompañado en algunos de los peores momentos de mi vida; la muerte de mis padres, por ejemplo. Siempre que la llamo está presente, me espera con paciencia.
Tiene raíces indígenas, pero como lo somos todas y todos en este país, es parte del mestizaje en México. La vida nos ha hecho coincidir a pesar de no habernos dado las mismas oportunidades. Admiro su lealtad y compromiso con su familia; así lo ha hecho con la mía.
Ella merece un monumento.